El silencio entre ellos era un océano sin mareas. Sentados en extremos opuestos de la misma habitación, apenas se miraban. Afuera, la noche golpeaba las ventanas con un viento persistente, como si intentara colarse entre los cristales para desarmar lo poco que quedaba en pie.
Ariadna encendió un cigarro, la brasa roja parpadeó en la penumbra. David la observó de reojo, recordando la primera vez que la vio: su risa ligera, su manera de arrugar la nariz cuando algo le parecía insoportable. Se preguntó cuándo todo se había vuelto tan pesado entre ellos, cuándo sus palabras habían dejado de tener el poder de salvarlos.
—¿Te acuerdas de cuando leíste a Rilke en voz alta? —preguntó él, rompiendo el aire denso entre ambos. Ariadna exhaló el humo despacio, observándolo como si intentara descifrar si realmente le interesaba la respuesta. —Sí. “El auténtico amor no es sino el intento de canjear dos soledades” —susurró. —Entonces fracasamos —dijo David.
Ella apretó los labios, el cigarro tembló en sus dedos. No supo si la hería más la certeza de la frase o el hecho de que él la hubiera pronunciado sin rastro de ira, sin el menor intento de pelear.
Pero entonces, en ese abismo de resignación, Ariadna hizo algo inesperado: se deslizó por el sofá hasta acortar la distancia entre ellos. David no retrocedió. Ninguno de los dos habló cuando sus frentes se tocaron, cuando su respiración se volvió una. No había promesas, ni certezas, solo la posibilidad de que sus soledades, por una vez, no fueran enemigas.
El viento seguía golpeando la ventana, pero esta vez no importó.