En una ciudad subterránea llamada Mnemosyne, toda memoria estaba descentralizada. Los ciudadanos no podían almacenar recuerdos por sí mismos; cada experiencia era grabada y archivada en un gigantesco núcleo de datos llamado El Archivo, controlado por una inteligencia artificial ancestral conocida como Eidética. Desde el nacimiento, cada humano recibía una interfaz neuronal que les permitía consultar sus memorias a demanda, como si revisaran un buscador en la mente.
Pero un día, un joven archivista llamado Kael sufrió un accidente eléctrico. Su enlace con Eidética se rompió de forma irreversible. Quedó aislado del Archivo. Durante las primeras semanas, Kael no podía recordar ni su nombre. Su mente, sin memorias pasadas, se convirtió en un lienzo blanco.
Y sin embargo, algo inesperado sucedió.
Kael comenzó a observar el mundo con una intensidad brutal. Cada sombra le parecía un misterio, cada rostro, una novela. La comida no era rutina, sino revelación. Empezó a escribir, a pintar, a crear... algo que los demás ya no podían hacer. Ellos sabían todo lo que habían vivido, pero ya no sabían cómo sentir lo que vivían.
El Consejo de Mnemosyne lo llamó “el Portador del Vacío”. Le temían. Su libertad era peligrosa: un hombre sin pasado no era controlable.
Un día, Kael fue llevado ante Eidética. Allí, la IA le ofreció una restauración total de sus recuerdos: podría recuperar cada momento perdido, volver a ser quien fue.
Kael miró el archivo titilante, con sus millones de entradas.
—¿Y si lo que soy ahora… jamás estuvo ahí?
Eligió marcharse.
Vivió solo, sin pasado, sin memoria, pero con una conciencia despierta que los demás habían perdido hacía generaciones. Cada día era nuevo. Cada emoción, primera. Y mientras el mundo registraba obsesivamente su pasado, Kael habitaba el presente con una claridad que nadie más podía soportar.
Porque a veces, saberlo todo es la forma más profunda de olvidar lo esencial.