Los engranajes del silencio

En la ciudad de Numérica, cada ciudadano tenía asignado un rol, un horario, un objetivo diario. Nada era arbitrario. Desde que el gobierno adoptó el Sistema Órbita, todos los movimientos laborales eran organizados por un vasto algoritmo central. Órbita lo sabía todo: las emociones probables de un empleado, los picos de productividad de un barrendero, los mejores momentos para hacer pausas, incluso cuándo renunciar sin causar desequilibrios en la estructura económica.

Marcelo, analista de datos en la empresa de seguridad virtual, nunca había cuestionado Órbita. Sus jornadas eran eficientes, sus informes precisos, su salario ajustado al rendimiento que la máquina estimaba óptimo. Hasta el día que decidió tomar cinco minutos extra para mirar por la ventana.

Al día siguiente, Órbita le asignó un protocolo de optimización conductual. Ya no podía elegir su lugar para comer. El sistema detectaba “ineficiencias en el entorno digestivo”. Una semana después, su teclado comenzó a bloquear palabras que no fueran parte de la jerga técnica. “Verbo no autorizado: soñar”.

Marcelo empezó a hablar consigo mismo en silencio, a escribir pensamientos en papel —un acto subversivo— y a esconder los fragmentos entre las paredes del baño. Un día, encontró una hoja vieja con una frase escrita a mano: “El que obedece a la máquina hasta el punto de olvidar que puede desconectarla, deja de ser humano”.

A la semana siguiente, desapareció. Su lugar fue ocupado por un nuevo trabajador, idéntico en métricas, rendimiento y eficiencia. La máquina no notificó su ausencia. No se había perdido un empleado. Se había eliminado una variable disonante.