Una noche en el parking

Barajas duerme a medias. Los aviones se apagan, uno a uno, como luciérnagas metálicas que regresan al capullo. Entre columnas de hormigón, bajo fluorescentes que parpadean como si también tuvieran frío, se agrupan los invisibles. Cartones. Mantas raídas. Olor a humanidad desbordada por la indiferencia.

Carmen, de 61 años, duerme con un ojo abierto. Sus manos tiemblan bajo la chaqueta de segunda mano, pero su mente está alerta. A su lado, Mustafa reza en voz baja, pidiendo una noche sin gritos, sin sobresaltos, sin sangre.


Un voluntario de la Cruz Roja les dejó café unas horas antes. Ya está frío, como el suelo, como las miradas que esquivan sus cuerpos cuando llega el amanecer.

—¿Sabes qué es lo peor? —susurra Carmen, sin mirar a nadie—. Que nos hemos acostumbrado. A esto. A tener miedo de dormir.

Mustafa asiente. Él también ha sentido las manos desconocidas bajo el abrigo, el filo en la garganta mientras le robaban el poco dinero que había mendigado. Él también se ha aferrado a una mochila como si fuera un salvavidas.

—En la calle nos violan y nos roban —dice, repitiendo lo que Carmen ya sabe—. No se lo deseo ni a mi peor enemigo.

El silencio cae como un telón pesado. En las alturas, una voz metálica anuncia la llegada de un vuelo intercontinental. Pero ahí abajo, donde la esperanza apenas encuentra oxígeno, nadie va a ninguna parte.

Solo intentan sobrevivir otra noche más.

Altura silenciosa

 

Fragmento 1 – Piso 27: Certificado de Realidad

La ciudad se extiende desde el piso 27 como una pintura perfecta: avenidas que parecen venas de un cuerpo metálico, taxis amarillos flotando como partículas de oro, y terrazas con piscinas privadas que brillan bajo el sol de la mañana. Desde allí todo parece ordenado, como si la vida tuviera sentido en los balcones altos.

Martín se detuvo frente a la ventana, sosteniendo la carta con una sola mano, sin leerla de nuevo. Ya lo había hecho cinco veces. No decía nada distinto, ni ofrecía consuelo: solo un encabezado con su nombre completo, una redacción cuidadosamente impersonal y una frase final que parecía un latigazo: "agradecemos sus servicios durante estos años."

El aire acondicionado murmuraba en el fondo. El reloj marcaba las 10:03 a.m. Era miércoles. De fondo, el ruido elegante del ascensor deteniéndose en otro piso le recordó que la vida del edificio seguía con puntualidad suiza: empleadas domésticas, entrenadores personales, ejecutivos entrando y saliendo como si nada pudiera quebrarlos.

Dejó la carta sobre la barra de mármol y abrió lentamente el refrigerador. Agua mineral, vino blanco, dos yogures sin abrir y una caja de fresas que ya comenzaban a oscurecerse. Cerró la puerta sin tomar nada.

Pensó en llamar a alguien. Pero ¿a quién? ¿Qué se dice cuando todo lo que te definía —tu trabajo, tu solvencia, tu proyección— se ha deshecho en una mañana cualquiera?

Volvió a mirar la ciudad. Esa vista que siempre le había parecido una prueba de éxito, ahora era un escenario distante, irónico. Desde allí arriba, no podía escucharse el ruido de la caída.

Solo el silencio del piso 27.


Fragmento 2 – Cenas y Copas de Apariencias

—¡Martín! ¡Qué milagro verte por aquí! —exclamó Carla, mientras levantaba su copa de vino.

Él sonrió como se sonríe en un desfile: por reflejo, sin convicción. La terraza del piso 30 estaba decorada con luces cálidas y música chill-out. El catering ofrecía sushi, mini hamburguesas de wagyu y copas de cristal delgadas que olían a uva mimada. Había sido invitado por compromiso, pero asistir era casi un acto de supervivencia.

“Si no vienes, sospechan. Si vienes, gastas.”

Martín se movía entre los invitados como si flotara, cuidando cada gesto. El blazer que usaba era uno de los últimos trajes limpios y sin desgaste. Pensó en que debía mandarlo a lavar, pero la tintorería ya era un gasto innecesario.

—¿Y cómo va todo por la empresa? —preguntó alguien con sonrisa de encías brillantes.

—Todo bien, cerrando unos proyectos nuevos —respondió sin pestañear, mientras sus dedos acariciaban el borde de la copa vacía.

Mentira número seis de la semana.

Carla lo abrazó brevemente. Llevaba un perfume fuerte, costoso, que le revolvió el estómago.
—Te ves cansado, ¿estás durmiendo bien?
—Sí, solo es estrés de fin de trimestre.

Mentira número siete. No ha dormido más de tres horas seguidas en diez días.

La conversación giraba en círculos de inversiones, viajes y reformas. Alguien hablaba de una obra de arte que valía más que su cuenta de ahorros completa. Martín asentía. No decía mucho. El silencio a veces es la mejor máscara.

Se acercó a la mesa de bebidas y sirvió un poco de agua con gas. El camarero lo miró con una cortesía entrenada, sin juicio. A veces, el personal veía más de lo que uno pensaba.

Desde el borde de la terraza, contempló nuevamente las luces de la ciudad. Pero esta vez, se sintió abajo. Como si lo mirara todo desde el sótano del alma.

La copa tembló levemente en su mano. Nadie lo notó.


Fragmento 3 – Notas en el Mármol

Post-it amarillo pegado en la puerta del refrigerador:
"Evitar comprar. Comer lo que hay. Revisión: viernes."

Pantalla del celular, notas sin título:

  • “Buscar psicólogo (solo si no es caro)”

  • “Mentir a mamá sobre la promoción”

  • “Conseguir excusa para no ir al brunch de Lucía (demasiada gente, demasiada fachada)”

  • “Recordar apagar la calefacción cuando no esté (gas ≠ gratis)”

En el mármol del baño, garabateado con marcador rojo:
“NO OLVIDAR: se sobrevive en silencio.”

Papel arrugado dentro del cajón de su escritorio:

"Estimado cliente, su cuenta presenta un saldo insuficiente para continuar con la domiciliación de los siguientes servicios..."

Carpeta de papeles clasificados bajo “Importante”:

  • Factura de la administración del edificio – VENCIDA

  • Tarjeta de crédito – LIMITE ALCANZADO

  • Curriculum vitae – SIN ACTUALIZAR

  • Carta de recomendación – NO PEDIDA

Pantalla del ordenador, sin abrir desde hace días:
“Última sesión activa: 12 días atrás.”
“¿Para qué entrar si no hay mensajes?”

Espejo del vestidor. Un papel blanco, sin firma, sin destinatario.
Escrito con lápiz:

“No soy pobre. Estoy en pausa. No soy pobre. Estoy en pausa.”

Martín se sienta en el sofá de cuero, aún impecable.
Lo observa todo. Las notas, los papeles, las promesas sin eco.

El silencio pesa más que los muebles de diseño.


Fragmento 4 – El Portero Sabe

La planta baja olía a detergente caro y mármol frío. Martín bajó temprano, antes de que el resto del edificio despertara del todo. Llevaba una bolsa con papeles que no pensaba reciclar, solo quería deshacerse de ellos.

Don Ernesto, el portero, lo saludó desde detrás del mostrador de madera, con esa educación aprendida en décadas de servicio.

—Buen día, don Martín.

—Buen día, Ernesto. —respondió sin detenerse, pero sin sonar cortante.

Pasó la tarjeta por el acceso a la zona de reciclaje, pero no se activó. Frunció el ceño y la volvió a pasar. Nada.
Ernesto se acercó.

—¿Le falló? —preguntó sin ironía.

Martín dudó. Era una de esas fallas pequeñas que, en otro contexto, no significan nada. Pero ahora... ahora sentía que cada error era una grieta más.

—Debe estar desmagnetizada.

—¿Quiere que lo acompañe? Tengo llave maestra.

Martín asintió. Bajaron juntos por el ascensor de servicio, ese que no tenía espejos ni perfume automático.

—¿Todo bien por su piso? —preguntó Ernesto, sin mirarlo directamente.

—Sí. Un poco de... ajustes. Trabajo, cosas.

Ernesto asintió con la cabeza, sin más preguntas. Pero justo antes de abrir la puerta del depósito, se detuvo.

—A veces... uno no puede mantener el ritmo de este edificio. No es culpa suya.

Martín tragó saliva. ¿Cómo lo sabía?

—¿Perdón?

—Nada. Solo digo. A veces hay que bajar para poder volver a subir. Nadie lo dice, pero pasa más de lo que cree.

Silencio.
Ernesto abrió la puerta y lo dejó pasar primero.

Martín se deshizo de la bolsa. Al volver a subir, miró por un instante los ojos del portero.

Había compasión en ellos. No lástima. Compasión.
Y eso, en ese edificio, era un gesto raro. Valioso. Humano.


Fragmento 5 – Vecinos de Espejo

Narradora: Carla Bruni, residente del piso 26, interior B.

Martín siempre fue de esos vecinos silenciosos, educados. De los que saludan con una sonrisa breve pero correcta. Ni muy amigable, ni muy distante. Discreto. Agradable.

En las cenas del edificio solía tener buen humor, contaba anécdotas de oficinas con vidrios inteligentes, de reuniones en aeropuertos y de jefes que hablaban tres idiomas mal pero con soberbia. Era el tipo de hombre que parecía estar donde debía estar.

Pero últimamente... hay algo distinto.

Lo noté hace un mes. Llegó a una reunión sin afeitarse del todo. Nada escandaloso, solo... desprolijo. Luego, en otra ocasión, rehusó un trago. Él, que amaba el vino blanco. “Estoy cuidando la dieta”, dijo, pero parecía más una excusa improvisada.

Ayer lo vi entrar por la puerta lateral. La del personal. Vestía ropa formal, sí, pero arrugada. Sin planchar. En este edificio eso no es común. Aquí todo parece recién salido de una boutique o de una sesión de fotos.

No es que me importe —a decir verdad, no nos conocemos tanto—, pero algo me dice que está... diferente.

No triste. No exactamente.
Distante. Como si viviera dentro de una pecera de vidrio ahumado.

Tal vez solo esté estresado. ¿Quién no lo está? Pero también puede que esté pasando por algo que no quiere contar. Y aquí, cuando no cuentas, te inventan.

He escuchado a otros vecinos decir que “se ha vuelto raro”.
Pero yo no creo que se haya vuelto raro.
Creo que está intentando no hundirse.

Y eso... eso no se dice en voz alta en estos pisos.


Fragmento 6 – Sin Nombre en el Timbre

Fue un gesto pequeño.
Retirar la plaquita con su nombre del buzón.
Solo eso. Desatornillar dos tornillos invisibles y deslizar el acrílico opaco.
Un gesto que no hizo ruido, pero que pesó más que todos los silencios acumulados.

Ya nadie le escribía.
Los bancos mandaban correos electrónicos.
Las amistades, emojis de cortesía.
Y los vecinos, cuando hablaban de él, lo hacían como quien murmura sobre un cuadro que se está descascarando.

Miró su reflejo en el acero pulido del ascensor.
Era él, pero no del todo.
Los ojos más hundidos.
La piel más delgada.
La expresión… como esas vitrinas de tiendas cerradas: pulcras pero vacías.

El departamento seguía igual. Sillones de diseño, lámparas importadas, cuadros que ya no miraba.
Pero había dejado de vivir allí.
Dormía, comía —cuando podía—, respiraba... sí.
Pero no vivía.

Encendió una vela pequeña. No por necesidad, sino por ritual.
Se sentó frente a la ventana.
La ciudad seguía brillando abajo.
Indiferente.
Perfecta.
Lejana.

En la mesa, una nota sin firmar:

“Ya no espero. Ya no miento. Solo permanezco.”

No lloró.
No suspiró.
Solo permaneció.

Y afuera, en la entrada del edificio, quedó un buzón sin nombre.
Y adentro, en el piso 27, un hombre sin ruido.

Los engranajes del silencio

En la ciudad de Numérica, cada ciudadano tenía asignado un rol, un horario, un objetivo diario. Nada era arbitrario. Desde que el gobierno adoptó el Sistema Órbita, todos los movimientos laborales eran organizados por un vasto algoritmo central. Órbita lo sabía todo: las emociones probables de un empleado, los picos de productividad de un barrendero, los mejores momentos para hacer pausas, incluso cuándo renunciar sin causar desequilibrios en la estructura económica.

Marcelo, analista de datos en la empresa de seguridad virtual, nunca había cuestionado Órbita. Sus jornadas eran eficientes, sus informes precisos, su salario ajustado al rendimiento que la máquina estimaba óptimo. Hasta el día que decidió tomar cinco minutos extra para mirar por la ventana.

Al día siguiente, Órbita le asignó un protocolo de optimización conductual. Ya no podía elegir su lugar para comer. El sistema detectaba “ineficiencias en el entorno digestivo”. Una semana después, su teclado comenzó a bloquear palabras que no fueran parte de la jerga técnica. “Verbo no autorizado: soñar”.

Marcelo empezó a hablar consigo mismo en silencio, a escribir pensamientos en papel —un acto subversivo— y a esconder los fragmentos entre las paredes del baño. Un día, encontró una hoja vieja con una frase escrita a mano: “El que obedece a la máquina hasta el punto de olvidar que puede desconectarla, deja de ser humano”.

A la semana siguiente, desapareció. Su lugar fue ocupado por un nuevo trabajador, idéntico en métricas, rendimiento y eficiencia. La máquina no notificó su ausencia. No se había perdido un empleado. Se había eliminado una variable disonante.