En un país llamado Lumnia, existía un jardín que florecía eternamente, sin descanso. Las flores nunca se marchitaban, los niños siempre jugaban seguros, los ancianos dormían en paz y las heridas, por leves que fueran, sanaban con rapidez. Nadie sabía cómo ocurría tal maravilla, sólo que siempre había sucedido así.
Hasta que un día, una niña llamada Nara decidió seguir el rastro de pétalos caídos que nunca tocaban el suelo. La condujo hasta una grieta oculta entre los muros del palacio. Se deslizó dentro, y lo que vio la hizo temblar.
Cientos, miles de mujeres —algunas jóvenes, otras ancianas— estaban arrodilladas, regando las raíces del jardín con lágrimas, besos y canciones. Limpiaban sin cesar, cuidaban a figuras dormidas, tejían mantas con hilos invisibles y ofrecían sus manos como puentes para que otros caminaran. No se quejaban, no hablaban: trabajaban.
Nara preguntó a una de ellas:
—¿Por qué haces esto?
—Porque si no lo hago, todo se marchita —respondió la mujer, con una sonrisa que escondía agotamiento.
—¿Y por qué nadie lo ve?
—Porque no quieren mirar.
Entonces Nara volvió al exterior. Gritó en la plaza, mostró lo que había descubierto. Algunos se sorprendieron. Otros negaron. “Lo hacen porque quieren”, decían. “Es su naturaleza”.
Pero el jardín, por primera vez en siglos, empezó a oscurecer. Las flores perdieron color. El juego cesó. Los ancianos despertaron inquietos. Porque las manos invisibles, hartas de ser sombras, habían decidido detenerse.
Y así, Lumnia aprendió que el mundo no se sostiene con leyes ni con poder, sino con cuidados. Que hay libertad que esclaviza cuando no se reconoce, y que el sacrificio sin nombre se convierte en prisión.
Desde entonces, los nombres de las cuidadoras se inscriben en el suelo del jardín, y nadie pisa sin agradecer.