El abismo del olvido

El crepitar del cielo anunciaba el fin de todas las cosas. Un ente gigantesco, cuyas dimensiones desafiaban toda lógica, emergía lentamente de entre las grietas del espacio. No era una criatura, no era un dios; era algo que nunca antes había existido, y su mera presencia alteraba la estructura del tiempo y el espacio. Los humanos lo llamaron "El Ser", por falta de un término que pudiera describirlo mejor. Pero El Ser no era un ser en absoluto: era una ausencia, un vacío consciente que se expandía consumiendo no materia, sino significado.

Todo comenzó con un susurro. Una mujer en un pequeño pueblo al pie de una montaña escuchó una voz en su mente, una voz que no hablaba un idioma conocido, pero que comprendía. “Deshazte de tu forma,” le dijo. Aquella noche, desapareció. Su cuerpo se desintegró en una nube de ideas que fueron absorbidas por el aire, y con ella desapareció la memoria de su existencia. Ni siquiera su familia podía recordar que alguna vez había vivido.

Pronto, este fenómeno comenzó a extenderse. Personas de todas partes del mundo eran alcanzadas por aquel susurro, y cada vez que alguien obedecía, una parte de la realidad dejaba de ser. Ya no era posible recordar conceptos básicos como el color del cielo, la sensación del agua al tocar la piel o el significado de la música. El Ser avanzaba, invadiendo la mente colectiva como una enfermedad. Sin embargo, no todos fueron víctimas inmediatas.

En un laboratorio subterráneo, un grupo de científicos intentaba comprender la naturaleza de aquel apocalipsis. Habían observado que El Ser no era visible en las cámaras ni en ningún aparato tecnológico; solo la conciencia humana podía percibirlo. Pero lo que resultaba más perturbador era que cuanto más intentaban definirlo, más se fragmentaban sus mentes. Las palabras que escribían en sus cuadernos desaparecían, y los gráficos que trazaban en las pantallas se convertían en manchas sin sentido. Aún así, uno de ellos, un hombre de mediana edad llamado Edrin, logró captar un destello de verdad antes de perderse también.

“No es un invasor,” dijo Edrin mientras su voz se desvanecía como un eco moribundo. “Es lo que siempre hemos llevado dentro. Es el reflejo de nuestra voluntad de olvidar.”

Sus palabras resonaron como un eco eterno en la mente de quienes permanecieron. Entonces se reveló la naturaleza perturbadora de El Ser: no era una amenaza externa, sino la personificación de todos los deseos humanos de borrar lo doloroso, lo incomprensible y lo abrumador. Era el olvido hecho carne, un abismo nacido del subconsciente colectivo que ahora se expandía sin control.

Finalmente, cuando la realidad estaba al borde del colapso, quedaban solo unos pocos en pie. Un poeta, una niña y un anciano ciego. Estos tres últimos testigos se reunieron en el centro de una ciudad que ya no tenía nombre, rodeados de edificios que se deshacían como arena arrastrada por el viento. No hablaban, pues las palabras habían perdido su poder, pero sabían que eran los últimos vestigios de la humanidad.

Cuando El Ser los alcanzó, no intentaron huir. Se tomaron de las manos y cerraron los ojos, aceptando la llegada del fin. Pero en ese último instante, algo inesperado ocurrió. La niña, en un acto de pura inocencia, comenzó a imaginar. Visualizó un mundo nuevo, lleno de colores que nunca había visto, de sonidos que no existían y de emociones que nunca había sentido. Su imaginación creó un resplandor tan intenso que El Ser se detuvo.

Por primera vez, el abismo también dudó. Y en esa duda, un nuevo universo nació.