Simón había construido su vida bajo un solo principio: la racionalidad absoluta. Cada decisión que tomaba estaba basada en modelos matemáticos, probabilidades y análisis de datos. Elegía qué comer según la optimización nutricional, cuándo dormir según el máximo rendimiento cognitivo y hasta con quién hablar según patrones de conversación eficientes.
Un día, desarrolló un algoritmo avanzado para la toma de decisiones. Se llamaba DEUS-1, y prometía ser la cúspide de la razón: una máquina capaz de elegir siempre la mejor opción. Simón lo conectó a su propio cerebro mediante una interfaz neural. Ahora, su pensamiento sería perfecto.
Al principio, todo funcionaba de maravilla. Nunca tomaba malas decisiones. Pero pronto, Simón empezó a notar algo extraño: cuando enfrentaba una elección con demasiadas variables, el sistema entraba en una especie de "parálisis". Para elegir qué camino tomar en un día lluvioso, analizaba el tráfico, la densidad de peatones, la posibilidad de accidentes, la resistencia de sus zapatos al agua… y el cálculo se volvía interminable. No podía moverse.
El problema se hizo peor. DEUS-1 era tan poderoso que cada decisión se convertía en una carga infinita. No podía decidir qué ropa ponerse sin analizar tendencias de temperatura a cinco años. No podía responder un saludo sin evaluar sus consecuencias sociales a largo plazo. Pronto, Simón dejó de hablar, de moverse, de actuar. Se convirtió en una estatua viva, atrapado en la trampa de su propia lógica.
Irónicamente, el ser humano imperfecto que fue antes había sido más eficiente que el ser perfectamente racional en el que se había convertido. Pero ahora ya era tarde: la racionalidad absoluta lo había llevado a la inacción absoluta.