El eco del olvido

El cielo ardía con tonos de cobre y sangre, un tapiz desgarrado por un sol que se apagaba lenta pero inexorablemente. Las ciudades, ahora esqueletos de acero y vidrio, se erguían como monumentos al fracaso de una especie que había olvidado cómo cuidar el mundo que la sostenía. El aire era denso, cargado de cenizas y murmullos que parecían provenir de algo inmenso, algo que se escondía más allá del horizonte. La humanidad vivía en una sombra constante, sabiendo que lo que se acercaba no era un enemigo común, sino el Olvido: una fuerza inmaterial que borraba tanto la memoria como la materia, devorando historias, paisajes y hasta los últimos vestigios del ser.

El Olvido no tenía forma, pero su presencia era inconfundible. Era el hueco entre los recuerdos, la sensación de que algo esencial había desaparecido sin dejar rastro. A medida que avanzaba, las personas se desvanecían sin gritos ni resistencia, como si nunca hubieran existido. Las hojas caían de los árboles, pero no tocaban el suelo; los ríos se detenían en el aire, congelados por un instante eterno antes de desaparecer. Nadie podía describir al Olvido porque para hacerlo había que recordarlo, y el acto mismo de recordarlo lo hacía más fuerte.

En una pequeña aldea que aún resistía, tres figuras se aferraban a su humanidad. Mara, una joven arqueóloga, creía que encontrar la verdad del pasado podía salvar el futuro. A su lado, Jacob, un antiguo músico, tocaba melodías que mantenían los recuerdos vivos en los corazones de quienes lo escuchaban. Y luego estaba Elias, un niño que hablaba con un fervor extraño, como si pudiera recordar cosas que nadie más podía: la textura del viento, el sabor del pan recién horneado, el sonido del mar. Ellos simbolizaban la memoria, la esperanza y la pureza, los últimos baluartes contra la extinción total.

Una noche, cuando el cielo dejó de girar y el mundo se sumió en un silencio absoluto, Mara y los otros supieron que el Olvido estaba cerca. El aire se ondulaba como si fuera agua, y la tierra temblaba bajo sus pies. Mara encontró un antiguo manuscrito que contenía un enigma: “El que recuerde el primer día podrá detener al último”. Mientras el Olvido comenzaba a engullir su aldea, Jacob tocó su instrumento por última vez, invocando imágenes de tiempos felices, llenando el vacío con notas cargadas de emoción. Elias, en un acto de pura intuición, se arrodilló en el suelo y comenzó a dibujar un círculo con su mano, murmurando palabras que nadie entendía.

El clímax llegó cuando la figura de Mara, desafiando el Olvido, gritó el nombre de su madre. Durante un instante, el mundo pareció detenerse. Los contornos del Olvido titubearon, como si la memoria del amor materno fuera un arma contra su avance. Elias completó su círculo y lo llenó de símbolos que brillaban con una luz desconocida. En ese momento, el Olvido se comprimió, como si el universo mismo lo expulsara. Pero no fue destruido, solo contenido, esperando una nueva oportunidad.

La aldea no volvió a ser la misma. De los pocos que sobrevivieron, nadie podía recordar todo lo sucedido. Mara guardó el manuscrito, ahora incompleto, y se prometió que lo estudiaría hasta que encontrara la manera de derrotar al Olvido para siempre. Elias, aunque silencioso, parecía entender más de lo que decía. Jacob dejó de tocar su instrumento, diciendo que la música ya no era suficiente para sostener los recuerdos.

El cielo seguía teñido de tonos apocalípticos, pero había algo diferente. En el aire, flotaba una sensación tenue de resistencia, una chispa que podría avivarse si los humanos decidían aprender del pasado en lugar de olvidarlo. La verdadera batalla, lo sabían todos, aún estaba por librarse.