En una aldea olvidada por el paso del tiempo, habitaba un hombre peculiar, Jacinto. Su don, que muchos consideraban maldición, era su memoria infinita. Podía recordar el roce exacto del viento en una mañana de junio del año pasado, el número de hojas de cada árbol que había visto, el murmullo preciso de conversaciones olvidadas por todos los demás. Sin embargo, la riqueza de su memoria lo condenaba al tormento de los detalles; cada instante vivido no era pasado, sino presente eterno.
Una tarde, sentado en su desvencijado porche, Jacinto observaba una flor marchita en el jardín. Al mirarla, no veía su fragilidad actual, sino todas las etapas de su existencia: el brote tímido en primavera, la explosión de colores en verano, el declive pausado hacia su muerte. Esa visión era su cruz: no podía distinguir lo que era de lo que había sido.
Una joven forastera, intrigada por las historias del pueblo, llegó buscando respuestas. "Dime, Jacinto, ¿cómo es llevar el peso de tanto saber?" Él suspiró, mirando al horizonte.
—Es un castigo divino, un infierno de exactitudes. ¿Sabías que hasta el silencio tiene formas, texturas y sonidos? Yo las he memorizado todas, pero nunca podré olvidarlas.
La joven le preguntó si cambiaría su don por una vida común. Jacinto sonrió amargamente.
—Tal vez. Pero si olvidara, ¿cómo sabría quién soy?
El sol se ocultó, y con él se llevó el diálogo. Jacinto quedó inmóvil, perdido entre las infinitas imágenes de su memoria, mientras la forastera partía, llevándose solo la sombra de un recuerdo.