En el corazón de la gran metrópoli de Akara, vivía Talia, una mujer obsesionada con la idea de la simplicidad absoluta. Rodeada de un mundo de excesos, su sueño era liberarse de todo lo innecesario para encontrar la esencia pura de la vida. Fue así como decidió vender, regalar o destruir todo lo que poseía. Primero se deshizo de muebles, ropa y utensilios, luego de recuerdos y fotografías. Cuando su apartamento quedó vacío, sintió una extraña ligereza, pero también una incomodidad que no lograba explicar.
“¿Qué más puedo dejar ir?”, se preguntó. Decidió ayunar, abandonar conversaciones triviales y apagar las luces al caer el sol. Cuando la sociedad le pareció un peso insoportable, se retiró al desierto, un lugar donde nada podía interponerse entre ella y la simplicidad perfecta.
Los días se convirtieron en noches eternas, y el silencio, antes liberador, comenzó a convertirse en un grito ensordecedor. Talia se dio cuenta de que, al soltar tantas cosas, también había perdido partes de sí misma: su risa, su curiosidad, sus preguntas.
En un momento de lucidez, tomó un puñado de arena entre sus manos y pensó: ¿Cuántos granos debo perder antes de que este puñado deje de ser un montón? El viento respondió arrebatándole todo. Entonces entendió que al aferrarse a la idea de poseer menos, había olvidado que incluso el vacío tiene un límite.
Esa noche, sola bajo el cielo infinito, se dio cuenta de que ya no era capaz de distinguir qué le faltaba más: las cosas que dejó atrás o la Talia que había sido cuando aún las tenía.