El sendero invisible

En un mundo donde los caminos dictaban la existencia de las personas, Irene decidió desafiar las normas. Todos seguían senderos marcados, pues las huellas de quienes caminaban antes eran el mapa que guiaba sus pasos. Los más ancianos susurraban cuentos sobre aquellos que, al abandonar los senderos, se desvanecían sin dejar rastro. Pero Irene no tenía miedo a desaparecer; lo que temía era no llegar a ser.

Una madrugada, cuando el primer sol aún luchaba por teñir de luz las sombras, tomó una dirección sin huellas. Cada paso era un acto de creación, cada respiración un desafío a la tradición. Caminó durante días, subiendo montañas, atravesando ríos, perdiéndose en bosques que nadie había pisado. Pero cuando giró la cabeza para observar lo que había dejado atrás, descubrió con terror que no había huellas.

No eran las huellas lo que faltaba, sino la memoria misma de su trayecto. Los lugares que había tocado parecían intocados, como si su presencia no hubiera alterado el mundo. En su ausencia, era como si nunca hubiera existido.

Llegó a un claro donde el horizonte se abría hacia un abismo de luz. Allí, una figura la esperaba: una versión de sí misma, desgastada por el tiempo, pero inmóvil, atrapada en un sendero invisible que no podía cruzar. Irene comprendió entonces: no se trataba de llegar, sino de aceptar que el verdadero viaje no dejaba rastro. La existencia no se mide por las marcas que dejamos, sino por el acto de avanzar, incluso cuando el mundo nos olvida.

Sin mirar atrás, Irene dio el último paso hacia el abismo, fundiéndose con la luz que ningún sendero podía contener.