En un pueblo remoto, escondido entre montañas cubiertas de niebla, vivía Nora, una joven cuya habilidad para la pintura era conocida solo por las paredes de su pequeño taller. Cada pincelada contenía la magia de un amanecer, el rumor de un río, la pasión de un fuego invernal. Pero nadie lo sabía, salvo ella. Desde pequeña, Nora había aprendido a esconder su don.
"¿Quién te crees que eres para ser mejor que los demás?", solía decirle su madre, una mujer de semblante severo que temía que el brillo de su hija opacara su propia sombra. Así, Nora pintaba en silencio, dejando que sus obras murieran en cajones polvorientos.
Una mañana, mientras buscaba inspiración en el bosque, se topó con un anciano que tallaba madera bajo un roble. Sus manos ágiles daban forma a un ave que parecía a punto de volar. Nora se quedó observando en silencio hasta que el hombre alzó la vista.
—Puedo sentir el arte en tus manos —dijo él con voz serena.
—Se equivoca —respondió ella rápidamente, cruzando los brazos como si pudiera esconder sus dedos manchados de pintura.
—El arte no es un crimen, niña —contestó, sonriendo. Pero Nora se marchó, temerosa de lo que aquella verdad pudiera desenterrar.
Sin embargo, el encuentro dejó una inquietud en su corazón. Esa noche, Nora pintó como nunca antes, con una furia y una libertad que desconocía. Su pincel parecía moverse solo, trazando figuras que cobraban vida en la tela. Cuando terminó, contempló su obra: un árbol inmenso, con ramas que contenían mundos enteros.
Por primera vez, sintió que aquello debía compartirse. A la madrugada, colgó su pintura en la plaza del pueblo, dejando que el viento la anunciara. La gente se reunió, primero con curiosidad, luego con asombro.
“¿Quién hizo esto?”, murmuraban.
Nora observaba desde lejos, dividida entre el miedo y una emoción nueva: el orgullo. Pero entonces escuchó una voz conocida.
—¡Es de Nora! —gritó un niño.
El murmullo creció como una ola, y pronto la joven fue rodeada por caras que oscilaban entre la admiración y la envidia. Algunas personas la alabaron, mientras otras murmuraban con desprecio. Sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.
Entonces, la voz del anciano resonó en su memoria: "El arte no es un crimen".
Inspirada por esas palabras, Nora alzó la cabeza.
—Sí, soy yo. Esta obra es mía.
El pueblo se quedó en silencio. Luego, alguien comenzó a aplaudir. Después otro. Y otro. El sonido se convirtió en un rugido que borró los murmullos. Nora sintió que algo pesado se desprendía de su pecho.
Desde aquel día, dejó de pintar para las sombras. Sus obras comenzaron a llenar las casas, las plazas y, finalmente, otros pueblos. Descubrió que no todos podían entenderla, pero no importaba. Su talento era un regalo, y había aprendido que esconderlo era traicionar no solo a los demás, sino también a sí misma.
En su pequeño taller, la luz nunca volvió a apagarse.