El silencio de Eva

Eva era la primera en llegar y la última en irse de la oficina. Su escritorio estaba inmaculadamente ordenado, y cada archivo que manejaba era un reflejo de su excelencia. Sin embargo, nadie lo sabía. Nunca hablaba de sus logros, ni siquiera cuando el jefe preguntaba quién había resuelto el problema del cliente más importante de la semana pasada.

—Eva, ¿tienes algo que añadir? —preguntó su superior en una reunión, mirando sus notas y omitiendo su mirada.

—Nada relevante —respondió ella, mientras sentía cómo el nudo en su garganta se apretaba aún más. Había pasado noches enteras ideando la estrategia que ahora todos aplaudían como si fuera un esfuerzo colectivo.

Desde niña, había aprendido que destacar era peligroso. Su madre siempre le decía: "No alces la voz, Eva. Nadie quiere a las niñas que sobresalen". Ese mantra, repetido hasta el cansancio, la había moldeado. Cada vez que sus compañeros de trabajo eran reconocidos, ella sonreía débilmente y bajaba la cabeza.

Un día, el director general visitó la oficina. Era un hombre imponente, con una mirada que podía desnudar las almas de quienes tenía enfrente. Durante una presentación, al escuchar una idea revolucionaria atribuida al equipo, su ceño se frunció.

—¿Quién creó esto? —preguntó con voz grave.

El silencio llenó la sala. Los compañeros de Eva intercambiaron miradas, hasta que alguien señaló tímidamente en su dirección.

—Eva lo hizo.

El director se volvió hacia ella. Por primera vez, Eva sintió que no podía esconderse.

—Es brillante. Quiero escucharte más.

En ese instante, algo en su interior se quebró. El peso del miedo, de las expectativas ajenas, comenzó a desmoronarse. Aunque las palmas de sus manos estaban sudorosas y su corazón latía como un tambor, Eva respiró profundamente y habló.