En la ciudad de Éter, donde los sonidos eran susurros y las formas se desdibujaban como humo, los habitantes vivían rodeados de sombras. No eran sombras comunes, sino figuras que se deslizaban sobre las paredes, danzaban en los techos y susurraban enigmas que nadie comprendía.
Nadie, excepto él.
El Intérprete de Sombras se sentaba cada atardecer en la plaza central, observando los trazos oscuros que emergían con el sol poniente. Con un gesto de su mano, ordenaba las formas y, con palabras que parecían brotar del aire mismo, traducía lo que las sombras querían decir.
Una noche, una mujer se acercó. Sus ojos estaban llenos de preguntas.
—Dime, Intérprete, ¿qué significa esta sombra? —señaló una figura alargada y temblorosa que reptaba sobre la fuente.
El Intérprete la miró fijamente.
—Es un recuerdo —susurró—. Alguien que has olvidado, pero que aún te busca.
La mujer tembló. Su mente se llenó de imágenes difusas, rostros que alguna vez conoció y que el tiempo había desdibujado.
Un anciano se adelantó, señalando una sombra que se retorcía como una espiral.
—¿Y esta?
El Intérprete cerró los ojos.
—Es una elección que no hiciste. Un camino que se perdió en la bruma del destino.
Las sombras comenzaron a agitarse. Murmuraban con más fuerza, como si al ser comprendidas, dejaran de ser solo manchas en el mundo y cobraran vida propia.
Pero una sombra, oscura como la medianoche, se deslizó hasta los pies del Intérprete. No tenía forma, no tenía voz. Era un abismo de tinta que absorbía la luz.
El Intérprete palideció. Por primera vez, no pudo traducir.
La sombra se elevó, envolviéndolo. El pueblo lo vio desvanecerse, absorbido en su propia incapacidad de interpretar lo incomprensible.
Desde aquella noche, nadie más pudo leer las sombras. Permanecieron en silencio, susurrando significados que jamás serían comprendidos.