El inventor de caminos

Mara caminaba por la ciudad como si cada paso se deslizara sobre un terreno desconocido. Las avenidas, con sus luces cegadoras y vitrinas deslumbrantes, parecían invitarla a todo y a nada al mismo tiempo. Era una ciudad magnífica, exuberante, llena de vida, pero también inquietante en su constante murmullo de oportunidades. Cada esquina parecía ofrecerle una posibilidad distinta, y sin embargo, ninguna llevaba un mapa.

Se detuvo frente a un edificio de cristal. Su reflejo le devolvió la mirada, y por un instante, la sintió ajena. “¿Quién soy en todo esto?”, pensó. Recordaba las palabras de su abuela, una mujer de principios sólidos y vida sencilla: “Siempre hay un camino recto, solo hay que seguirlo”. Pero Mara sabía que eso ya no era verdad. Los caminos rectos habían desaparecido. Su vida era una red infinita de bifurcaciones.

La tradición había dejado de ser una brújula. Los consejos de los mayores, aunque llenos de amor, eran incapaces de responder a las preguntas que surgían en un mundo donde cada elección parecía tanto un inicio como un final. Había estudiado, trabajado y explorado, pero ahora todo parecía un rompecabezas sin borde definido.

Una voz suave rompió su introspección. Era Mateo, un amigo de la infancia, que también había aprendido a navegar esta ciudad sin certezas. Se sentaron juntos en un banco de la plaza, compartiendo historias de sus vidas recientes. Mateo, al igual que ella, sentía el peso de las posibilidades infinitas. “Es como si tuviéramos tanto que elegir, que elegir se convierte en el verdadero desafío”, dijo mientras miraba al cielo.

Mara asintió. “Es más vida que todas las vidas que conocemos. Pero no hay guías, Mateo. Tenemos que inventar todo desde cero”.

Esa noche, Mara decidió dejar de buscar caminos en mapas ajenos. En su pequeño apartamento, vació una pared y la llenó de papeles en blanco. Cada hoja representaba una idea, un sueño, una posibilidad. Dibujó, escribió y conectó con hilos las cosas que más le resonaban. No buscaba un destino concreto, sino construir un relato coherente en medio del caos.

Con el tiempo, su “muro de posibilidades” se convirtió en un refugio. Allí no existían reglas, solo la voluntad de crear. Cada día agregaba algo nuevo: una palabra, una imagen, un pensamiento. Su vida dejó de ser un problema por resolver y comenzó a ser una obra en constante construcción.

Cuando sus amigos visitaban su apartamento, quedaban fascinados con el muro. “Es como si inventaras tu propio destino”, dijo Mateo en una de sus visitas. Mara sonrió. “Exacto. Porque eso es lo único que podemos hacer. No hay senderos claros. Solo nosotros y nuestra capacidad de imaginar”.

Con el tiempo, Mara dejó de sentirse perdida. No porque hubiera encontrado el camino, sino porque entendió que el camino no existía hasta que ella lo trazara. En la inmensidad de las posibilidades, descubrió la libertad de ser creadora de su propia vida, sin la necesidad de mirar atrás, hacia lo que otros consideraban correcto.

Así, cada día se levantaba con una certeza: su vida era un lienzo magnífico, exuberante y único. Y en ese caos magnífico, ella era la inventora de caminos.