Había una vez una isla donde todos los habitantes vivían en armonía. No existía la propiedad privada: los frutos de los árboles eran de todos, las casas se construían entre muchos, y el conocimiento se compartía sin reservas. Cada cual tomaba según su necesidad y daba según su capacidad.
Pero un día, un hombre llamado Oren decidió cercar un pequeño huerto. Dijo que él lo había cultivado y, por tanto, le pertenecía. Al principio, nadie le dio importancia. Si Oren quería llamar “suyo” a ese pedazo de tierra, que así fuera.
Sin embargo, cuando el hambre llegó en una temporada de malas cosechas, Oren se negó a compartir sus frutos. “Trabajé por esto, es mío”, dijo. Algunos lo criticaron, pero otros, viendo su éxito, imitaron su ejemplo. Pronto, la isla se llenó de cercas. Los peces en el mar, antes abundantes para todos, fueron reclamados por aquellos que construyeron botes y redes. El agua de los ríos fue desviada por quienes poseían las tierras altas.
La igualdad se convirtió en recuerdo. Algunos tenían tanto que sus hijos nunca pasarían hambre; otros, sin nada, se vieron obligados a trabajar para los nuevos dueños a cambio de un mendrugo de pan. Hubo quienes protestaron, pero los poderosos, temiendo perder lo que ahora llamaban “derechos de propiedad”, crearon guardias para proteger sus posesiones.
Con el tiempo, nació la ley. Una ley que no protegía a todos, sino a quienes poseían. Los niños crecieron sin saber que alguna vez la isla había sido diferente. Solo los más viejos recordaban los días sin cercas, pero cuando hablaban de ello, la gente se reía. “Siempre ha habido ricos y pobres, es la naturaleza humana”, decían.
Y así, la desigualdad, que un día fue elección, se convirtió en destino.