El origen de la desigualdad

Hace mucho tiempo, en una aldea primitiva rodeada de frondosos bosques y ríos cristalinos, los seres humanos vivían en armonía. No existían cercas ni muros que dividieran la tierra; todo era de todos. Los frutos de los árboles, los peces de los ríos y los animales de caza se compartían por igual. La vida era sencilla, pero justa.

Un día, un hombre llamado Karan, conocido por su ingenio y habilidad para construir herramientas, decidió marcar un pedazo de tierra cerca del río. "Este lugar es ideal para cultivar", pensó. Con esfuerzo, limpió el terreno, plantó semillas y construyó un pequeño canal para regar sus cultivos. Pronto, su parcela comenzó a dar frutos abundantes.

Los demás aldeanos admiraban el trabajo de Karan, pero también empezaron a sentir algo que nunca antes habían experimentado: envidia. "¿Por qué él tiene más que nosotros?", murmuraban algunos. Otros, en cambio, le pidieron consejo para cultivar sus propias tierras. Karan, orgulloso de su logro, comenzó a cercar su parcela. "Esto es mío", dijo. "Lo he trabajado con mis propias manos".

Con el tiempo, otros siguieron su ejemplo. Cada familia marcó su terreno, y pronto la aldea se llenó de cercas y límites invisibles. Algunos, como Karan, tuvieron éxito y acumularon más alimentos de los que necesitaban. Otros, menos afortunados o hábiles, vieron cómo sus cosechas fracasaban y comenzaron a pasar hambre.

Un día, un niño llamado Lian, cuyo padre había perdido su parcela debido a una sequía, se acercó a Karan. "Tenemos hambre", le dijo con lágrimas en los ojos. "¿Podrías darnos algo de tu cosecha?". Karan lo miró con frialdad. "Lo siento, niño", respondió. "Esto es mío. Si quieres comida, tendrás que trabajar para mí".

Así, la aldea que alguna vez fue un lugar de igualdad y cooperación se dividió entre quienes tenían y quienes no. Los más ricos, como Karan, comenzaron a acumular no solo alimentos, sino también poder. Establecieron reglas y decidieron quiénes podían acceder a los recursos. Los pobres, por su parte, se vieron obligados a trabajar para los demás a cambio de migajas.

Con el tiempo, la desigualdad se arraigó en la aldea. Los hijos de los ricos heredaron las tierras y las riquezas, mientras que los hijos de los pobres nacieron en la desventaja. La armonía se perdió, y en su lugar surgieron el resentimiento y la lucha.

Y así, sin que nadie lo hubiera planeado, la propiedad privada dio origen a la desigualdad. Lo que comenzó como un acto de iniciativa individual se convirtió en una cadena de injusticias que, generación tras generación, dividió a la humanidad entre los que tienen y los que no.

Desde entonces, la pregunta sigue resonando: ¿es posible volver a la igualdad, o estamos condenados a vivir en un mundo dividido?