El que rebotó en el infinito

El tiempo se había quebrado a las 23:59:59. En la ciudad de Aión, donde los relojes no marcaban horas sino densidades de existencia, vivía un hombre llamado Téon, obsesionado con comprender el final de las cosas. No el final como muerte, sino el final como límite: ese punto exacto donde algo ya no puede continuar.

Un día, harto de lo incompleto, diseñó una máquina de transición infinita. Le llamaba “el pulsador de la verdad”. Su propósito era sencillo: un botón que, al ser activado, alternaría entre dos estados —encendido y apagado— cada vez más rápido, la primera vez tras medio segundo, luego un cuarto, luego un octavo, y así sucesivamente. En exactamente un segundo, el botón habría cambiado de estado infinitas veces.


La mañana del experimento, Téon se encerró en su laboratorio subterráneo, rodeado de paredes que no reflejaban ni sonido ni duda. Pulsó el botón. Lo miró vibrar entre lo visible y lo ausente. La cuenta regresiva comenzó:

0.5 segundos — luz
0.75 segundos — sombra
0.875 — luz
0.9375 — sombra
...
...
...
1.000 — ¿?

El tiempo se detuvo. Téon también.

Algo había sucedido. O mejor dicho, algo no podía suceder. El botón no estaba ni encendido ni apagado. Ni siquiera estaba entre ambos. Estaba en un estado sin nombre. Téon sintió que su conciencia rebotaba en una pared metafísica. Había llegado al final del cálculo, al abismo del infinito.

—“Llegué al infinito… y reboté” —susurró, justo antes de desaparecer.

No murió. Solo dejó de estar. Como el botón, quedó atrapado en una frontera sin decisión. Una paradoja viva, suspendida más allá del tiempo.

Los que lo buscaron solo encontraron la máquina aún vibrando, sin decidir si había luz o sombra.