En una ciudad suspendida sobre un abismo, donde cada decisión debía tomarse en equilibrio absoluto, vivía Elian, un equilibrista profesional. Su vida era una cuerda: fina, tensa, extendida entre dos torres gemelas. A cada paso, debía elegir no solo la dirección, sino también el tiempo justo, la inclinación perfecta, el impulso medido.
Elian tenía dos destinos posibles: una torre al este, donde le esperaba una vida de amor tranquilo con Lira, su compañera desde la infancia; y una torre al oeste, donde le ofrecían fama eterna como el primer equilibrista en cruzar el abismo sin red. Ambas torres eran idénticas en altura, belleza, promesa. Ambas opciones lo atraían con igual intensidad.
Una mañana, al borde de la cuerda, Elian se detuvo a medio paso. “Hoy decidiré”, se dijo. Pero al mirar hacia ambos lados, su cuerpo no respondió. Ni a la izquierda, ni a la derecha. Ni al pasado, ni al futuro. Se quedó en el presente: un instante congelado, perfecto, imposible.
Los días pasaron. El sol lo quemó, el viento lo meció. Y Elian seguía ahí, suspendido, los pies sobre la cuerda, los ojos abiertos, sin moverse. La gente dejó de mirarlo. La ciudad creció alrededor del abismo, pero nadie más subía a las torres.
Muchos años después, encontraron su silueta petrificada, aún en equilibrio. Lo bajaron y lo enterraron con una inscripción simple en su tumba:
“Aunque pudo, se quedó en fue.”