En un vasto salón repleto de relojes, cada uno marcaba un tiempo distinto. Las manecillas giraban en direcciones opuestas y a velocidades incomprensibles, como si cada reloj habitara su propio universo. Al centro del salón, un reloj monumental, de proporciones ciclópeas, latía con un tictac que resonaba como truenos en la eternidad.
A la vez, en el corazón de una diminuta partícula, invisible a simple vista, también había un reloj. Este era microscópico, tan pequeño que sus manecillas parecían vibraciones más que objetos tangibles. Sin embargo, para el único habitante de esa partícula, el reloj era inmenso, y su tictac era el pulso del cosmos.
El habitante del reloj gigante, una entidad de proporciones infinitas llamada Kalthis, miraba hacia abajo. Para él, el reloj diminuto no era más que una mota de polvo en el engranaje del tiempo. "Es insignificante", pensó. Pero mientras lo observaba, se sintió atrapado en una paradoja: ¿qué lo hacía tan inmenso si jamás podía salir de su propio reloj?
Mientras tanto, en el interior del reloj diminuto, Zivis, una criatura subatómica, miraba hacia arriba, viendo al reloj de Kalthis como una estrella lejana, indiferente a su mundo. Para Zivis, su hogar no era pequeño; era un cosmos infinito, donde cada giro de las manecillas era una danza eterna.
Ambos universos, inmenso y diminuto, coexistían sin tocarse jamás, aunque se reflejaban en espejos que no comprendían. Cuando Kalthis decidió calcular el tiempo de Zivis, se dio cuenta de que los ritmos coincidían con los suyos, como si ambos bailaran al mismo compás de un reloj aún mayor. "¿Y si mi vastedad no es más que un espejismo?", se preguntó Kalthis.
Zivis, por su parte, contemplaba la posibilidad de que su universo no fuera el único. Pero, si era tan pequeño para otros, ¿qué importaba? El tiempo fluía igual, infinito en su esencia, igual en grandeza para quien lo habitara.
Ambos se detuvieron a la vez, separados por la distancia y unidos por una verdad: no importa el tamaño del cosmos que habites, siempre es absoluto para ti.