En una ciudad de líneas rectas y rostros uniformes, donde los días transcurrían bajo el estruendo de relojes sincronizados, nacía una peculiaridad que nadie esperaba: Silas. Desde niño, su mirada inquieta y sus preguntas desafiaban la armonía de la colectividad. "¿Por qué todos debemos caminar al mismo ritmo?" preguntaba, pero la respuesta era siempre el silencio, seguido de miradas de reproche.
El mundo en el que vivía estaba gobernado por La Asamblea, una entidad sin rostro que dictaba las normas del orden común. Allí, lo diferente era peligroso. La diversidad, una amenaza. Cada ciudadano debía vestir los mismos colores, pensar las mismas ideas, y hablar solo lo necesario. Cualquier acto que sugiriera individualidad era marcado con un término temido: deviatio. Ser acusado de deviatio era una sentencia, no de muerte, sino de algo peor: la invisibilidad.
Silas no podía evitar ser diferente. Dibujaba formas en la arena cuando nadie lo veía, buscaba respuestas en las estrellas, e incluso cantaba en voz baja cuando la noche caía. Cada uno de estos actos era una grieta en la fachada perfecta de la ciudad, y él lo sabía. Pero su interior ardía con un fuego que no podía extinguir.
El día que La Asamblea lo llamó, su madre lo miró con ojos vacíos. “Debiste detenerte,” le susurró. Él no respondió. Dentro de la gran sala circular, un millar de ciudadanos se apiñaban en perfecto silencio, esperando. La figura holográfica de La Asamblea habló con una voz fría y metálica: “Silas, has cometido el mayor de los crímenes: ser distinto. Por ello, serás arrollado por el peso de la comunidad que tanto has desafiado.”
La multitud rugió en aprobación. No había odio en sus ojos, solo un vacío que bebía la singularidad como una bestia insaciable. Silas fue arrastrado al centro de la plaza, donde una máquina ancestral, el Conformador, esperaba. Esta borraba los matices del alma hasta dejar solo obediencia. Sin embargo, algo inesperado ocurrió.
Cuando la máquina comenzó su trabajo, un grito inhumano desgarró el aire. No fue de Silas, sino del propio Conformador. Las ideas, los sueños y la esencia de Silas eran tan fuertes, tan vibrantes, que el sistema no pudo soportarlas. De pronto, colores invisibles hasta entonces surgieron en el aire, extendiéndose como un virus en la monotonía de la ciudad. Las personas, por primera vez, vieron algo más allá de su propio vacío.
Algunos lloraron al recordar sus antiguos sueños. Otros intentaron cerrar los ojos, incapaces de soportar la verdad de lo que habían perdido. Pero el cambio era imparable. La Asamblea, antes omnipotente, comenzó a desmoronarse, incapaz de contener la explosión de ideas que Silas había desencadenado.
Silas cayó al suelo, agotado, pero con una leve sonrisa. No sabía cuánto duraría el cambio, ni si la masa, temerosa, intentaría reconstruir su jaula. Pero por un instante, lo diferente no fue indecente. Fue poderoso.
Y eso bastaba.