Las llamas de la memoria

La ciudad de Orys ardía. No en el sentido literal, sino en el de un incendio más profundo: el del olvido.

Cada noche, una niebla densa descendía sobre sus calles y, al amanecer, algo desaparecía. A veces era un puente, otras un edificio entero. Pero lo peor era cuando las personas se desvanecían. No morían ni huían; simplemente dejaban de existir. Nadie las recordaba, como si jamás hubieran estado allí.

En el centro de la ciudad vivía Ilan, un viejo archivista que comprendió antes que nadie la naturaleza de la maldición. Sabía que el olvido era el verdadero enemigo y que la única forma de combatirlo era recordar.


Por eso, cada noche, antes de que la niebla descendiera, Ilan escribía febrilmente en sus cuadernos: nombres de calles, historias de familias, descripciones de plazas y mercados. Escribía sobre los rostros de los niños, los susurros de los amantes en los callejones, el aroma del pan recién horneado.

Pero con el tiempo, la niebla se hizo más voraz. Una mañana, Ilan despertó y descubrió que su propio reflejo en el espejo había desaparecido. Su nombre ya no estaba en los registros del ayuntamiento. La gente pasaba a su lado sin verlo. Comprendió que él era el siguiente.

Esa noche, con las manos temblorosas, escribió una última página en su cuaderno: "Si el enemigo es el olvido, la única forma de luchar es recordar." Luego cerró los ojos y esperó.

Cuando la niebla se disipó, su casa estaba vacía. Sus escritos, sin embargo, quedaron intactos. Un joven que pasaba los encontró y, al leerlos, recordó cosas que nunca había sabido. El nombre de Ilan comenzó a susurrarse por la ciudad, y con cada voz que lo pronunciaba, la niebla retrocedía un poco más.

Porque mientras alguien recuerde, la batalla contra el olvido jamás estará perdida.