El silencio de las ruinas

Las ciudades yacían como cadáveres esqueléticos bajo un cielo color óxido. El viento arrastraba cenizas de recuerdos que nunca volverían. En la distancia, las siluetas de rascacielos inclinados parecían implorar a un sol que no les respondía. Los océanos, antes inabarcables y vivos, se habían retirado, dejando tras de sí cráteres secos y costras de sal petrificada.


Nadie supo de dónde vino. Algunos hablaban de una sombra que devoraba el lenguaje, un vacío ambulante que absorbía no solo materia, sino historia, pensamiento, y alma. Aquel que la miraba demasiado tiempo olvidaba su propio nombre, y en cuestión de horas, su existencia misma se desvanecía. No había resistencia contra algo que devoraba la esencia misma de la realidad.

Los últimos testigos se ocultaban en sótanos y túneles olvidados. Entre ellos estaba Lena, una mujer que aún recordaba los rostros de sus hijos, aunque sabía que estos habían desaparecido en el vacío mucho tiempo atrás. Junto a ella, Isaac murmuraba en voz baja, repasando nombres de personas que ya nadie más evocaba, en un intento desesperado por conservar su propia identidad.

Cada noche, el horizonte se encogía un poco más. Primero fueron los edificios, después las calles, y por último, los recuerdos de las mismas. Lena despertó un día sin poder recordar la risa de su hijo menor. Un terror gélido la paralizó: si el enemigo era el olvido mismo, la única forma de luchar era recordar. Pero ¿cómo se lucha contra algo que borra hasta la idea de la lucha?

Isaac empezó a escribir. Con manos temblorosas, trazaba nombres en las paredes, registraba historias en hojas amarillentas. Lena, al verlo, sintió que debía hacer lo mismo. Pronto, los refugios se llenaron de inscripciones desesperadas, de historias esculpidas en piedra, de diarios enterrados con la esperanza de que alguien, algún día, los leyera. Pero cada mañana, algunas palabras desaparecían.

Lena despertó en un mundo donde todo había sido devorado. No había más túneles, ni más ciudades, ni más nombres en las paredes. Solo quedaba ella, de pie en medio de un vacío sin forma. Cerró los ojos y trató de recordar el sonido de su propia voz. Fue en vano. Entonces comprendió la verdad más aterradora de todas: no era que el mundo había sido destruido. El mundo jamás había existido.