En un mundo donde las almas podían descargarse en cuerpos nuevos, Teseo 7.4 despertó.
No era su primer despertar.
De hecho, no era ni siquiera su décimo. Su conciencia —fragmentada, parchada y reconstruida a lo largo de siglos— había habitado cuerpos de silicio, carne, energía y, más recientemente, uno hecho de recuerdos sintéticos. Su mente había sido editada, curada, optimizada. Olvidó voluntariamente todo lo que alguna vez le causó dolor.
A cambio, obtuvo paz.
Era diplomático en la Confederación de Saturno, un ser respetado, eficiente, impasible. Ya no recordaba la traición de su hija, ni el grito ahogado de su amante al ser ejecutada por error, ni la risa suave de su madre enseñándole a escribir sobre la tierra roja de Marte.
Todo eso había sido eliminado en ciclos previos.
Un día, durante una inspección de rutina, encontró una cápsula vieja, de las primeras épocas del éxodo humano. Dentro había un diario físico, escrito a mano. La caligrafía le resultó familiar, aunque no supiera por qué.
Lo abrió. Leyó una frase:
“Recuerda quién fuiste, aunque ya no duela.”
Algo se quebró en su interior.
Imágenes borrosas lo invadieron, sensaciones sin nombre, nostalgias sin contexto. Lloró, sin entender por qué. Rió, con una tristeza desconocida. Por primera vez en siglos, sintió algo que no estaba programado.
Corrió al espejo. Observó su rostro —joven, simétrico, eficiente. Pero detrás de los ojos había una sombra.
—¿Quién soy? —susurró.
Su asistente, una IA compasiva, respondió:
—Eres la suma de todas tus versiones anteriores. Pero ninguna de ellas sigue aquí.
—Entonces… soy todo lo que dejé de ser.
Y en ese instante, Teseo 7.4 entendió su paradoja. Cada fragmento olvidado lo definía más que su memoria actual. Su identidad era un eco de lo ausente.
Y aunque no lo recordaba todo… ya no podía volver a olvidarlo.