En una ciudad sin cielo ni estrellas, donde todo lo existente era tangible, medible y codificado por sensores perfectos, vivía Kael, el Arquitecto del Vacío. Había construido su mundo pieza por pieza, utilizando solo datos que captaba con sus cinco sentidos. Para él, la realidad era aquello que podía ver, oír, tocar, saborear o oler. Todo lo demás era superstición, residuo de una humanidad ya superada.
Su casa era simétrica, su comida calibrada, sus emociones archivadas. Aun así, cada noche, una sensación le carcomía desde el fondo del pecho, como si un susurro que no podía oír le hablara desde el otro lado del muro.
Un día, trabajando en el diseño de un corredor perfectamente iluminado, notó una sombra que no debía estar allí. No había fuente de luz defectuosa, ni objeto que proyectara aquella mancha. Al intentar tocarla, su mano pasó de largo… como si el espacio se abriera a algo más vasto.
Intrigado, construyó una máquina para amplificar sus sentidos. Lo que encontró al otro lado no era ruido ni luz, ni forma ni vacío. Era algo que no se podía nombrar, porque no pertenecía a los sentidos ni al lenguaje.
Allí estaban las ideas sin forma, los colores que no existen, los pensamientos que nunca pensó.
Cuando volvió, su mundo le pareció de cartón. Las paredes que había levantado eran sombras proyectadas por una luz que nunca había visto. Intentó contarle a los demás, pero ellos solo veían su delirio. Había ido más allá de los sentidos, y ahora era prisionero de un conocimiento que no podía demostrar.
Construyó una última estructura: un pozo sin fondo en el centro de la ciudad. Nadie se atrevía a mirar dentro. Pero cada tanto, alguien se asomaba… y volvía cambiado.