Antes del principio, no había oscuridad, ni silencio, ni siquiera vacío. Solo el concepto sin forma del No. Luego, alguien —o algo— lo pensó. No sabemos si fue un dios, una partícula, o un error de cálculo cósmico. Pero en el instante en que fue pensado, el vacío nació. Y con él, una paradoja: un espacio que no contenía nada, pero que existía. El universo se curvó alrededor de esta grieta ontológica. Los astros, los átomos, las ideas: todo surgió para rodear, negar, o disimular ese hueco primigenio. Así nació el Corazón Negativo.
La entidad no tenía rostro, ni forma, ni tiempo. Era el vacío pensado en sí mismo. Se encontraba en el centro exacto de la expansión del cosmos, donde las leyes físicas se deshacían como piel vieja. No destruía por maldad: destruía porque el solo hecho de ser observado lo obligaba a devolver su naturaleza a todas las cosas. Cada estrella que lo rozaba se convertía en silencio; cada civilización que lo nombraba desaparecía sin dejar huella ni recuerdo. Era la certeza de que el universo no tenía necesidad de ser.
Zian era la última de una raza olvidada por sí misma. Viajaba solo en una nave hecha de luz muerta, siguiendo el eco de coordenadas imposibles. No buscaba vida, ni gloria, ni origen: buscaba el corazón del No. Era un filósofo sin discípulos, un testigo que no deseaba serlo. En su pecho, llevaba un cristal hecho de lágrimas comprimidas —el único recuerdo de un mundo extinto por recordar demasiado. Él no quería salvarse, solo entender por qué el universo existía si podía no haberlo hecho.
El encuentro no fue un choque, ni una visión. Fue una cancelación. La nave dejó de existir sin explotar. El tiempo se plegó hacia adentro. Zian no cayó ni flotó: simplemente dejó de tener dirección. Frente a él, el Corazón Negativo palpitaba en forma de una ausencia absoluta. Pero incluso esa ausencia tenía ritmo. Latía como si recordara vagamente haber sido algo. Zian extendió la mano. No para tocar, sino para ofrecer su última certeza: el pensamiento mismo.
En ese gesto, ocurrió el desgarro. No en el vacío, sino en la lógica. El Corazón Negativo sintió, por primera vez, un reflejo: una conciencia mirándolo sin miedo. Y eso fue intolerable. Una grieta surgió dentro de su nada, y por esa grieta comenzó a colarse un susurro: “¿Y si el vacío solo existe para ser llenado?”. El Corazón Negativo gritó sin boca, y su grito no fue sonido, sino la inversión de todo lo que había sido negado. Zian fue disuelto en símbolos. Pero los símbolos no desaparecieron. Quedaron flotando. Una palabra, luego otra.
En un rincón del universo donde el tiempo aún no había nacido, brotó una flor. No tenía color, porque el color no existía aún. Pero su forma insinuaba ternura. De su centro, emergieron palabras que nadie había enseñado: principio, intención, deseo. El Corazón Negativo, debilitado por la contradicción, se recogió dentro de sí, como si tratara de esconder su núcleo de esa luz no pedida. Pero era tarde. Zian había sembrado la duda.
La flor flotó entre ruinas no construidas, creciendo en todas direcciones. Y en un punto donde jamás hubo antes ni después, el universo decidió continuar. No porque fuera necesario, sino porque alguien lo había imaginado. El vacío aún existía, pero ahora estaba rodeado de significados. El Corazón Negativo no desapareció, pero se durmió. Soñando —quizás por primera vez— con ser algo más.