En la ciudad de Reflecta, cada persona llevaba consigo un Espejovid, un pequeño dispositivo que no solo les permitía comunicarse, sino también proyectar su rostro en tiempo real al cielo, donde otros podían verlos, juzgarlos, admirarlos o simplemente ignorarlos. Nadie estaba obligado a mirar, pero todos miraban. Y todos eran observados.
Aura, una joven de mirada intensa y pasos inciertos, llevaba su Espejovid con devoción. Sentía que cada gesto debía ser registrado, cada emoción pulida. La luz azul del dispositivo iluminaba su rostro incluso en la penumbra de la madrugada. Dormía con él bajo la almohada, no fuera a perderse algún juicio en su contra disfrazado de like.
Un día, los cielos de Reflecta se oscurecieron. Nadie sabía por qué, pero las proyecciones se apagaron. Por primera vez, Aura no fue vista. Caminó por las calles como una sombra entre sombras, esperando una mirada que nunca llegaba. El silencio fue brutal. Comenzó a hablar sola, a posar ante espejos rotos, a sonreír a su reflejo en los charcos. Pero no había observadores. Y sin ellos, su imagen no tenía sentido.
En esa ausencia, descubrió algo insospechado: un temblor interno que no venía del juicio ajeno, sino del vacío de su propia mirada. Aura no sabía si aún existía sin ser observada. Se preguntó entonces si alguna vez había existido más allá de las pupilas digitales de los demás.
Cuando la luz volvió al cielo, Aura ya no quiso proyectarse. Guardó su Espejovid en una caja sellada y desapareció. Algunos decían que vivía en los bosques donde el cielo era solo cielo. Otros, que se había fundido con el mundo sin redes, donde la identidad no dependía del pulgar de nadie.
Pero lo cierto es que, desde aquel día, cada vez que alguien en Reflecta alzaba los ojos al firmamento esperando verse, encontraba solo nubes... y se preguntaba si, al ser observados, estaban siendo moldeados más de lo que deseaban.