El jardín de los que no leen

En un planeta cubierto por una niebla eterna, existía una ciudad sin palabras. Ni libros, ni señales, ni escritura alguna. Nadie enseñaba a leer, y nadie preguntaba por qué. Era una vida silenciosa, armónica y extrañamente serena. Los habitantes se comunicaban con gestos, con miradas largas y emociones sin traducción. Nadie se sentía incompleto, pues nadie sabía lo que ignoraba.

Un día, cayó del cielo una cápsula de metal. Dentro de ella, había un libro. Su cubierta era de cuero antiguo, y las letras, grabadas en un idioma olvidado, brillaban tenuemente. Un niño lo encontró y, por razones que ni él comprendía, empezó a descifrar sus símbolos.


Aprendió a leer.

Y con cada página, su mundo cambió. Empezó a nombrar lo innombrado. Vio colores donde antes solo había tonos, distinguió emociones con precisión quirúrgica. Las estrellas, que antes eran manchas lejanas, se convirtieron en sistemas, cuerpos, nombres. Descubrió el tiempo, la historia, la muerte.

Entonces quiso compartir lo aprendido. Pero cuando habló, los demás no lo entendieron. Su lenguaje era ahora demasiado afilado, sus gestos ya no bastaban. Intentó enseñar, pero lo miraban como a un loco. "¿Por qué quieres ponernos nombres a lo que ya sentimos?", decían con sus manos temblorosas.

El niño, ya convertido en joven, se retiró al borde del bosque. Allí, leyó y leyó. Comprendió cosas tan grandes que ninguna mente podía contenerlas. Y una noche, en medio de una tormenta de niebla, se preguntó si no habría sido más feliz sin haber abierto nunca aquel libro.

Entonces cerró la última página. Y olvidó.

Volvió a la ciudad. Y al no recordar nada, volvió a entenderlo todo.