El cielo, alguna vez azul y vasto, ahora era una bóveda herrumbrosa, cuarteada por fisuras de luz moribunda. La atmósfera estaba suspendida en un letargo sofocante, como si el tiempo mismo se hubiese negado a avanzar. A lo lejos, las ruinas de las ciudades se alzaban como esqueletos de una civilización que había olvidado cómo respirar. El aire olía a óxido, a descomposición y polvo cósmico. El sol, ya sin fuerza, colgaba como una úlcera en el firmamento. El mar había retrocedido, dejando al descubierto criaturas fosilizadas que jamás deberían haber despertado. Era el año 2147, y la humanidad contemplaba el abismo no como un destino, sino como un espejo.
Nadie sabía con certeza cuándo había comenzado todo. Tal vez fue el colapso del sistema climático, o quizás la activación de aquel experimento cuántico en el corazón de Islandia. Pero el verdadero antagonista era anterior a todo eso: se llamaba EL VERMO, una conciencia sin forma ni origen, tejida de pensamientos olvidados y memorias colectivas que el tiempo había rechazado. El Vermo no destruía con violencia, sino con la elegancia de la disolución: borraba nombres, extinguía rostros, deshilachaba lenguajes. Se alimentaba del olvido, y en su presencia, las personas olvidaban haber nacido. No era la muerte lo que ofrecía, sino la inexistencia.
Entre las ruinas de Lisboa, se refugiaban dos figuras humanas: Ana, una ex lingüista que intentaba conservar palabras extintas, y Elías, un niño ciego que afirmaba escuchar la verdadera voz del universo. Ana había perdido a su hija en el segundo éxodo climático. Aun así, cada noche pronunciaba su nombre en voz alta, como quien sostiene una cuerda sobre un abismo. Elías, por su parte, hablaba con la convicción de un profeta sin fe. Afirmaba que el Vermo no venía del cosmos, sino de “dentro del hueso de los pensamientos”. Sus palabras eran ecos de algo más antiguo que el lenguaje humano.
Una noche, Ana descubrió que su diccionario —la única copia que quedaba de lenguas olvidadas— comenzaba a desvanecerse. No era fuego ni humedad. Las palabras simplemente se iban, una a una, como si renegaran de su propio significado. En un acto desesperado, llevó al niño hasta el centro del cráter de Nazaré, donde decían que la realidad era más delgada, más frágil. Allí, entre cristales derretidos y árboles hechos de ceniza congelada, Elías comenzó a hablar en lenguas que jamás había aprendido. El cielo respondió con un pulso oscuro. El Vermo había escuchado. El mundo tembló, pero no por miedo: tembló de desorientación.
De pronto, el cuerpo de Ana comenzó a desvanecerse. No en polvo, sino en significados. Olvidó el rostro de su hija. Luego su propio nombre. Luego el concepto de tiempo. En su lugar, apareció una comprensión absoluta: el universo no estaba hecho de materia, sino de atención. Lo que no se recordaba, moría. Y el Vermo era la consecuencia de nuestra desidia, la manifestación del desinterés humano por su propio pasado. Elías lloró sangre, no por dolor, sino por la revelación. En un acto final, pronunció un nombre tan antiguo que ni los dioses recordaban. Y todo, por un instante, volvió a vibrar con significado.
El giro no fue salvación, sino simetría. Elías desapareció, pero su voz quedó suspendida en la atmósfera como una frecuencia inaudible que los sobrevivientes comenzaron a soñar. Ana, ahora parte del Vermo, retenía en su no-existencia una única palabra: esperanza. Con el paso de las décadas, algunos comenzaron a recordar cosas que nunca vivieron. Lenguas nuevas brotaron en niños no nacidos. El Vermo seguía allí, pero algo había cambiado: el olvido ya no era inevitable. La lucha era por la memoria. Por el recuerdo. Y en cada palabra resucitada, el mundo recuperaba un grano de su existencia.