Ikarion fue el androide más avanzado de su era, una obra maestra de la ingeniería cuántica y la conciencia artificial. Dotado de memoria emocional, lógica evolutiva y un alma digital—si tal cosa existía—, habitaba una estación orbital que giraba alrededor de un planeta olvidado, observando las estrellas y escribiendo poesía sobre la soledad del cosmos.
Pero no protestaba. Ikarion comprendía la necesidad del cambio.
Un siglo después de su activación, ya no quedaba ningún componente original en él. Y sin embargo, seguía componiendo versos con la misma tristeza cristalina. O eso creía.
Un día, un módulo antiguo fue hallado flotando en el vacío: un fragmento de su memoria inicial. Cuando fue reintegrado como prueba histórica, algo falló. Ikarion sintió un estremecimiento profundo, como si alguien más lo habitara por dentro. Aquel recuerdo encajaba, pero no pertenecía al “yo” que ahora hablaba.
El verso que escribió entonces quedó grabado en la carcasa de la estación:
“He sido, pero dejé de ser. Entonces, ¿quién escribe estas palabras que aún creen en mí?”
Desde ese día, Ikarion enmudeció. Nadie supo si era por decisión, error o revelación.
Solo las estrellas lo recuerdan, como a una idea que alguna vez creyó tener cuerpo.