La lámpara en el túnel

Había una vez un viajero que nació con una lámpara encendida entre sus manos. No recordaba cuándo se encendió, pero siempre la había llevado consigo. No era grande ni poderosa, pero su luz era suficiente para iluminar unos cuantos pasos delante de él.


El viajero caminaba por un túnel sin paredes visibles, sin un principio claro ni un final predecible. Solo sombra a ambos lados y un suelo que parecía extenderse más allá del entendimiento. No sabía por qué caminaba, solo que debía hacerlo. De vez en cuando se detenía, miraba la lámpara y se preguntaba qué sentido tenía seguir alumbrando si la oscuridad era infinita. Pero cuando se quedaba quieto demasiado tiempo, la luz comenzaba a titilar, como si la quietud la consumiera. Y entonces volvía a avanzar.

A lo largo de su camino, se cruzó con otros viajeros. Algunos llevaban lámparas tenues, casi apagadas; otros portaban faroles intensos que cegaban por momentos, aunque pronto se reducían a una llama temblorosa. Unos caminaban rápido, casi huyendo, como si pensaran que corriendo encontrarían una salida. Otros iban lentos, demasiado lentos, como si el miedo a apagar su lámpara les impidiera dar un paso más.

Uno de ellos, un anciano de ojos serenos, le dijo una vez:
—Muchos creen que el túnel es una prisión, otros que es una prueba. Pero hay quienes descubren que el túnel es la lámpara misma. Sin oscuridad, la luz no tiene sentido.

Estas palabras quedaron grabadas en su memoria, como una chispa que alumbraba algo más profundo que el camino.

Un día, exhausto, se sentó en una roca que parecía esperarlo desde siempre. Apoyó la lámpara sobre sus rodillas y la observó largo rato. Entonces se dio cuenta de algo: su luz no solo iluminaba el camino, sino que también proyectaba su sombra hacia atrás. Entendió que la sombra era parte del trayecto, el testimonio de su paso, una forma silenciosa de decir: “Estuve aquí”.

Aquel día no decidió dejar de caminar, ni descubrió la salida, porque tal cosa nunca fue el propósito. Comprendió que el túnel no terminaba, pero que cada paso, cada instante de luz, transformaba la eternidad en experiencia. Y que la lámpara no era un don, ni un castigo, sino una pregunta encendida: ¿Qué haces con la luz que te ha sido dada?

Desde entonces, caminó no para escapar del túnel, sino para comprenderlo. Y al hacerlo, su luz ya no solo iluminaba su sendero, sino que dejaba destellos en los caminos de otros. Como si, en medio de esa oscuridad infinita, cada lámpara encendida tejiera una constelación de sentidos que ningún viajero podía ver del todo, pero todos sentían.