En la cima de un rascacielos de vidrio, donde las nubes parecían rendir pleitesía al ego, vivía el Oráculo de los Cristales Rotundos. No era un sabio ancestral ni un matemático iluminado. Era Rodolfo "El Visionario", un hombre que había vendido máquinas para exprimir limones automáticas con forma de flamenco durante un boom estacional. Ese éxito le bastó para autoproclamarse maestro de la existencia.
Cada día, en su estudio adornado con columnas griegas de poliuretano, recibía a jóvenes creadores de contenido que le pedían consejo. Él hablaba como si en cada sílaba depositara el secreto del universo:
—“El que madruga, factura”, decía, señalando su reloj de titanio con incrustaciones de ego.
—“España te da todo. Si no te lo da, amenaza con irte, eso funciona”, murmuraba, mientras hacía una pausa dramática para mirar un helicóptero que no era suyo, pero que pasaba por la ventana.
Un día, un joven llamado Milo, que creía en la búsqueda de la verdad, le preguntó:
—Maestro, ¿de dónde provienen tus enseñanzas?
Rodolfo, con una sonrisa ensayada y el ceño fruncido para parecer profundo, respondió:
—Del éxito. ¿Y qué es el éxito? Lo que tú no tienes.
Milo dudó. Pero los vídeos del Oráculo se viralizaban. ¿Cómo negar la verdad de alguien que acumulaba millones de vistas y me gusta? ¿No era eso una prueba irrefutable?
Pasaron los años. El joven se convirtió en una sombra que repetía frases que no entendía, buscando inspiración en lugares vacíos. Mientras tanto, el Oráculo desapareció tras una investigación fiscal. Pero su eco seguía repitiéndose como un canto hueco en las redes: "No concibo ser anónimo siendo rico."
Solo entonces, Milo comprendió: no todo lo que se grita con convicción es verdad. Algunas ideas, aunque adoradas, son solo espejos de humo que disfrazan la ignorancia de sabiduría.