La sala de los ecos

En un futuro donde la justicia se practica bajo luces frías y algoritmos neutros, los juicios ya no dependen de testigos ni pruebas materiales. Todo se decide en la Sala de los Ecos, una cámara revestida con sensores cerebrales que registra la más íntima actividad mental. Allí, los acusados se sientan en silencio mientras una voz robótica relata los hechos del crimen. No se les pide confesar; se les escanea.


Miran al frente. Escuchan cómo alguien fue asesinado a medianoche, cómo el cuchillo resbaló de una mano temblorosa. Y si en su mente aparece una onda P300, una chispa de reconocimiento, el veredicto es instantáneo: culpable.

Nadie escapa a los ecos de su conciencia.

Pero una mujer, Lira, desafía el sistema. Ha estudiado filosofía y neurociencia. En su juicio, cuando la voz relata el crimen, su mente permanece en blanco, vacía de imágenes, contenida por una disciplina mental férrea. Los sensores no detectan nada. El veredicto: inocente.

Fuera de la sala, un periodista le pregunta cómo lo logró.

—"No soy inocente" —dice—. "Solo aprendí a no pensar en aquello que vi."

Y entonces surge la pregunta que destruye la base de todo el sistema: ¿la mente puede ser leída si sabe que está siendo observada?