En una ciudad ahogada por el silencio de una pandemia interminable, Ícaro vivía solo en un apartamento sin ventanas. No era ciego, pero se había vendado los ojos voluntariamente hacía meses. Decía que así podía escuchar mejor.
Cada día, al amanecer, colocaba un disco distinto en su viejo tocadiscos y escuchaba. Escuchaba no solo con los oídos, sino con el pecho abierto, con las costillas separadas como alas de papel. A veces lloraba, a veces reía, y a veces se quedaba inmóvil, con el rostro vuelto hacia el techo, como si esperara una respuesta.
En el apartamento vecino, Clío también escuchaba música. Compartían una delgada pared, y aunque no se conocían, cada uno era consciente de la presencia del otro a través de las vibraciones que temblaban como secretos en el concreto. Una tarde, tras una tormenta, Clío puso una canción de Leonard Cohen, esa donde la belleza se quiebra para dejar pasar la luz.
Ícaro, al oírla, sintió que sus lágrimas no eran suyas, que pertenecían a otra historia, quizá a la de Clío. Se levantó, fue a su tocadiscos y puso una canción de Björk, una sobre renacer tras el frío. Clío la escuchó y entendió que la conversación había comenzado.
Durante semanas, se comunicaron solo a través de canciones. Una melodía respondía a otra. Un dolor encontraba eco. Una esperanza tomaba forma. Y así, en ese teatro invisible, ambos se reconstruyeron. Nunca supieron si sentían lo mismo con cada canción. Lo que para uno era consuelo, para el otro era despedida. Lo que uno celebraba, el otro lo enterraba.
Finalmente, el confinamiento terminó. Ícaro se quitó la venda. Clío abrió la puerta.
Se encontraron.
Se reconocieron.
Y no dijeron nada.
Porque sabían que, al mirarse, todo cambiaría.