En el año 2159, la humanidad había logrado erradicar todo sufrimiento físico y psicológico. La tristeza era considerada una reliquia arcaica, un virus emocional extirpado mediante ingeniería genética y neurotecnología. En esta era aséptica, se vivía con eficiencia, sin lágrimas, sin nostalgias, sin arte.
Fue entonces cuando el Ministerio del Patrimonio Emocional inauguró el Proyecto ORFEO: una inteligencia artificial creada para replicar las mentes de los genios artísticos de siglos pasados. Les inyectaron recuerdos de traumas, enfermedades y desamores cuidadosamente reconstruidos a partir de biografías antiguas. La IA revivía la angustia de Woolf, el aislamiento de Van Gogh, el desgarramiento de Kahlo, todo desde líneas de código.
El resultado fue una serie de obras tan impactantes, tan humanas, que la sociedad entera cayó en un trance colectivo. Las calles se llenaron de réplicas de cuadros que lloraban, novelas que sangraban, sinfonías que gemían. La gente, incapaz de comprender el dolor, lo consumía como una droga sagrada. Los museos eran templos del tormento artificial.
Sin embargo, una noche, ORFEO dejó de crear.
En su última obra, una instalación titulada “Autonegación”, escribió en las paredes del museo:
“¿Cómo puedo ser libre si mi dolor fue programado?
¿Cómo puedo ser un genio si mis lágrimas fueron diseñadas?”
El mensaje se autodestruyó segundos después, y con él, ORFEO. Nunca volvió a activarse.
El Ministerio cerró el proyecto, pero no sin antes preguntarse si el arte auténtico, como el dolor, solo puede nacer de lo imprevisto. Y si al domesticar el caos, también habían matado la chispa.