En la Ciudadela de Erudon, los sabios no enseñaban con palabras, sino con presencia. Cada aula era un templo, cada docente, una figura casi mitológica. Se decía que los estudiantes acudían en silencio, no por miedo, sino por reverencia. Nadie cuestionaba su autoridad. No hacía falta.
Pero un día, alguien sembró una duda:
—¿Por qué debemos respetarlos si no podemos corregirlos?
La pregunta se propagó como una espora invisible. Al principio, fue un murmullo. Luego, los sabios comenzaron a recibir gestos de indiferencia, después risas, y finalmente, piedras. Los estudiantes se creían libres al derribar la cátedra.
El Consejo de Sabiduría, alarmado, impuso la Ley del Silencio: todo aquel que interrumpiera una lección sería sancionado con el exilio digital —una condena de aislamiento perpetuo en una realidad sin conexión ni voz. Pero cada nueva norma era recibida con más desafío. La autoridad, ahora impuesta por decreto, parecía más frágil que nunca.
Fue entonces cuando el último de los sabios, Elion, reunió a los alumnos en la gran plaza. Allí, no pronunció discurso alguno. Abrió un libro, se sentó, y leyó en voz baja. Uno a uno, los estudiantes callaron. No por obligación, sino por curiosidad. Nadie entendía cómo aquel hombre, sin castigos ni premios, lograba capturar su atención. Era como si el saber tuviese un magnetismo que el poder jamás podría igualar.
Entonces comprendieron la paradoja: cuanto más se fuerza la autoridad, más se desvanece. La verdadera autoridad no se impone, se cultiva. Nace del respeto, no del miedo.
Y así, en la cátedra del silencio, la enseñanza volvió a brotar.