En una ciudad sin relojes, donde el tiempo se marcaba con melodías, vivía Elio, un afinador de silencios. Su trabajo no consistía en producir música, sino en preparar los espacios donde ésta debía resonar con perfecta claridad. Creía que la música era una herramienta: algo externo que el ser humano captaba, entendía y utilizaba.
Una noche, mientras calibraba los paneles armónicos del Salón del Eco, ocurrió algo. Un cuarteto experimental comenzó a tocar una pieza sin compás ni tonalidad definida, y sin saber cómo, Elio sintió que no solo escuchaba la música: ella lo estaba escuchando a él.
Cada nota parecía no provenir del escenario, sino de su propia médula. Su brazo se movía al compás antes de que el compás existiera. Su pulso se aceleraba y luego se detenía con armonías que aún no se habían tocado. Elio ya no percibía la música: era música.
Los días siguientes fueron aún más desconcertantes. Caminaba y su andar tenía el ritmo de una sinfonía que nadie más oía. Cuando intentó hablar, su voz solo emitía acordes. Las personas comenzaron a evitarlo: su presencia desentonaba con la realidad predecible.
Desesperado, Elio consultó con la Sociedad de Acústica Humana. Le mostraron la nueva teoría: el cuerpo y el cerebro no solo responden a la música, sino que resuenan físicamente con ella. No somos oyentes pasivos, le dijeron. En el momento justo, el sonido te invade, te modifica y te convierte.
“Entonces, ¿dónde termina la música y empiezo yo?”, preguntó Elio.
Nadie supo responder.
Esa noche, Elio desapareció. Algunos dicen que se disolvió en una frecuencia específica. Otros, que se convirtió en un eco que solo se escucha cuando el silencio afina el alma. Lo único cierto es que, desde entonces, cada vez que la música comienza en el Salón del Eco, alguien llora sin razón, y alguien más empieza a bailar con un ritmo que aún no existe.