Una noche en el parking

Barajas duerme a medias. Los aviones se apagan, uno a uno, como luciérnagas metálicas que regresan al capullo. Entre columnas de hormigón, bajo fluorescentes que parpadean como si también tuvieran frío, se agrupan los invisibles. Cartones. Mantas raídas. Olor a humanidad desbordada por la indiferencia.

Carmen, de 61 años, duerme con un ojo abierto. Sus manos tiemblan bajo la chaqueta de segunda mano, pero su mente está alerta. A su lado, Mustafa reza en voz baja, pidiendo una noche sin gritos, sin sobresaltos, sin sangre.


Un voluntario de la Cruz Roja les dejó café unas horas antes. Ya está frío, como el suelo, como las miradas que esquivan sus cuerpos cuando llega el amanecer.

—¿Sabes qué es lo peor? —susurra Carmen, sin mirar a nadie—. Que nos hemos acostumbrado. A esto. A tener miedo de dormir.

Mustafa asiente. Él también ha sentido las manos desconocidas bajo el abrigo, el filo en la garganta mientras le robaban el poco dinero que había mendigado. Él también se ha aferrado a una mochila como si fuera un salvavidas.

—En la calle nos violan y nos roban —dice, repitiendo lo que Carmen ya sabe—. No se lo deseo ni a mi peor enemigo.

El silencio cae como un telón pesado. En las alturas, una voz metálica anuncia la llegada de un vuelo intercontinental. Pero ahí abajo, donde la esperanza apenas encuentra oxígeno, nadie va a ninguna parte.

Solo intentan sobrevivir otra noche más.