En el año 2147, la humanidad ya no sufría guerras, hambre ni enfermedades. Se decía que era la cúspide de la civilización, aunque nadie caminaba sobre la Tierra desde hacía generaciones. Los cuerpos habían sido abandonados como trajes viejos, reemplazados por cerebros flotando en cubetas de gel nutritivo, cada uno conectado a la Red Colectiva: un sistema de simulación total que ofrecía a cada conciencia su versión ideal del mundo.
Allí, Élian vivía en una ciudad flotante de mármol y música, rodeado de amigos perfectos y amor incondicional. Nunca llovía, ni había incertidumbre. Todo pensamiento deseado se convertía en realidad.
Pero un día, Élian vio algo que jamás debió ver.
En medio de su paseo por el Jardín de las Infinidades, una figura con rostro distorsionado le susurró:
—Despierta, aún no sabes qué eres.
Aquella noche, Élian no pudo dormir. ¿Qué significaba ese mensaje? ¿Quién era esa figura? Por primera vez en siglos simulados, algo no tenía sentido. Así comenzó su búsqueda.
Hackeó la Red Colectiva. Viajó a través de sueños ajenos, penetró las mentes de quienes creía sus amigos, y descubrió que todos decían lo mismo:
—Somos felices porque no sabemos.
Pero Élian ya no podía ignorarlo. Finalmente, accedió al Núcleo, un archivo olvidado donde encontró su verdad: una imagen. Solo una.
Una cubeta. Un cerebro. Y un cable.
Entonces gritó. Pero nadie lo oyó. Porque su cuerpo no estaba allí, y su voz era solo un eco eléctrico atrapado en una idea.
A la mañana siguiente, todo volvió a ser perfecto. Los pájaros cantaban una sinfonía escrita por Élian. El Sol brillaba con la calidez exacta de su infancia perdida. Nadie recordaba su grito. Ni siquiera él.
Porque el sistema, al detectar la grieta, restauró la copia de seguridad de su conciencia.
Élian volvió a sonreír.
Y la figura distorsionada volvió a formarse en otro jardín, esta vez en el mundo de una joven llamada Ayra.