En el siglo XVII, cuando Inglaterra empezaba a sacudirse las sombras de su pasado feudal, la pequeña ciudad de Guildford se encontraba en un punto de transformación. La vieja nobleza local, antaño orgullosa de sus vastas propiedades y de los privilegios que el linaje les otorgaba, había comenzado a mirar con desdén las paredes cada vez más vacías de sus salones señoriales. Las tierras ya no bastaban para sostener sus lujos, y una nueva fuerza emergía en los mercados: los comerciantes y los artesanos.
Sir Edmund Farleigh, el último heredero de una ilustre casa feudal, era uno de estos nobles que se resistía al cambio. Mientras observaba desde la ventana de su mansión el bullicio del mercado semanal, su corazón oscilaba entre el desprecio y la fascinación. Hombres de manos rudas, vestidos con prendas sencillas, discutían sobre precios y mercancías con una energía que le era completamente ajena.
Sin embargo, no era solo la práctica del comercio lo que llamaba la atención de Sir Edmund, sino la figura de una joven que, aunque no noble, se había ganado el respeto de todos en Guildford. Rebeca Harding era hija de un pastor calvinista y había heredado de su padre no solo su temple, sino también su fe. Administraba con habilidad un negocio de textiles que abastecía tanto a los burgueses locales como a comerciantes de Londres.
Una tarde, impulsado por la curiosidad y quizá por algo más, Sir Edmund se acercó al puesto de Rebeca. La joven estaba negociando con un mercader que había llegado desde los Países Bajos, sus palabras eran firmes pero corteses. Cuando se percataron de la presencia del noble, el silencio cayó por un instante, pero Rebeca, con una sonrisa tranquila, fue la primera en hablar.
—Milord Farleigh, es un honor verle en el mercado. ¿En qué puedo servirle?—preguntó, con una mezcla de respeto y seguridad.
Sir Edmund se sintió desarmado por la calidez de su voz. Durante unos segundos, su orgullo le instó a responder con frialdad, pero algo en la mirada de Rebeca le impidió hacerlo.
—Señorita Harding,—dijo finalmente.—Me intriga cómo una mujer de su condición puede moverse con tanta libertad en un mundo que, hasta hace poco, era considerado… innoble.
Rebeca no se sintió ofendida; estaba acostumbrada a tales comentarios.
—Milord,—replicó suavemente—mi padre me enseñó que todo trabajo honesto glorifica a Dios. El comercio, cuando se realiza con justicia y diligencia, es una forma de cumplir con nuestro deber en este mundo.
Edmund frunció el ceño, intrigado.
—¿Y qué hay del beneficio propio? ¿No lo considera una forma de avaricia?
Rebeca sonrió.
—El beneficio propio, milord, no es malo si se busca con propósitos rectos. Cuando mejoro mi posición, también puedo ofrecer empleo a otros, apoyar a mi comunidad y servir mejor a Dios. En un mercado justo, el bienestar de uno contribuye al bienestar de todos.
Esa noche, las palabras de Rebeca no dejaron de resonar en la mente de Sir Edmund. Había algo revolucionario en su forma de pensar, una manera de unir el interés personal con el bien común, como si ambos conceptos no fueran opuestos sino complementarios.
Durante semanas, Edmund continuó frecuentando el mercado, observando a Rebeca y a otros comerciantes. Poco a poco, comenzó a ver algo que nunca había considerado: el comercio no solo enriquecía a los mercaderes, sino también a toda la comunidad. Las calles de Guildford estaban más animadas, la gente tenía más opciones y las oportunidades parecían multiplicarse.
Finalmente, un día, Sir Edmund tomó una decisión audaz. Vendía una parte de sus tierras para invertir en un taller de textiles. Aunque muchos nobles se burlaron de él por rebajarse a actividades comerciales, Edmund encontró en ello una satisfacción que nunca había experimentado.
Con el tiempo, Guildford prosperó, y Edmund y Rebeca se convirtieron en socios, no solo en los negocios, sino también en la vida. Juntos demostraron que el interés propio y el bienestar colectivo podían convivir, y que incluso un noble podía encontrar honor en el comercio.
La feria de Guildford, que antes era un simple mercado, se convirtió en un símbolo de cambio. En sus calles, la vieja nobleza y los nuevos comerciantes construyeron juntos una economía que transformaría no solo su ciudad, sino también toda Inglaterra.