El alquimista del universo

Al principio solo había hidrógeno. Un océano infinito de átomos simples flotando en la vasta oscuridad, insignificantes, inmutables, ignorantes de su propio destino. Y, sin embargo, contenían un secreto cósmico que ni ellos mismos podían imaginar: el tiempo era el alquimista silencioso que todo lo transformaba.

Con los milenios, las nubes de hidrógeno comenzaron a reunirse, atraídas por una danza gravitacional ineludible. Formaron estrellas y, en el ardor incandescente de sus corazones, se encendieron las forjas de la creación. Allí, en esos hornos estelares, el hidrógeno se unió, se fusionó, se transmutó: de un átomo nacieron el helio, el carbono, el oxígeno. La muerte de aquellas estrellas —explosiva y violenta— fue también un acto de creación: los elementos dispersos se mezclaron con polvo y roca, sembrando las semillas de nuevos mundos.

En un rincón perdido de una galaxia cualquiera, una pequeña esfera de roca y agua emergió de ese caos primordial. La química, armada con la paciencia de eones, moldeó moléculas, cadenas complejas, hasta que una chispa —la primera chispa— dio lugar a algo que nunca antes había existido: vida.

Y el hidrógeno, que antes solo conocía el vacío, se encontró ahora respirando como oxígeno en los pulmones de un pez, fluyendo como agua por un río, brillando en los pétalos de una flor. Pero el viaje del hidrógeno no terminó allí, porque un día, de entre la infinita cadena de transformaciones, surgieron seres capaces de mirar al cielo y preguntarse de dónde venían. Seres que podían reflexionar sobre su propia existencia, que podían trazar en sus mentes el linaje que los unía a las estrellas.

Así, después de miles de millones de años, el hidrógeno se transformó en personas. Y, sentado bajo las estrellas, uno de esos seres levantó una mano al cielo, señalando con asombro, y susurró: —Yo también soy polvo de estrellas.