En un vasto y resplandeciente bosque, cada árbol poseía un don único: uno brillaba como el oro al amanecer, otro emitía un aroma que evocaba los recuerdos más felices de la infancia, y un tercero podía cambiar de forma según los sueños de quien lo miraba. Los viajeros llegaban desde tierras lejanas para maravillarse ante su singularidad, y los árboles se enorgullecían de su habilidad para sobresalir.
Sin embargo, una extraña fiebre comenzó a recorrer el bosque. Los árboles se obsesionaron con ser los más únicos de todos. "Si puedo cantar melodías desconocidas, me notarán más", pensaba uno mientras transformaba sus hojas en cuerdas que vibraban con el viento. Otro, viendo esto, convirtió sus raíces en fuentes de agua dulce para atraer más atención. Pronto, el bosque entero se convirtió en un espectáculo tan abrumador que los viajeros, incapaces de decidir a dónde mirar, simplemente dejaron de venir.
Desesperados, los árboles comenzaron a imitar las cualidades que parecían haber tenido más éxito. El brillo dorado se hizo común, el canto de las hojas se transformó en un murmullo homogéneo, y el aroma único se diluyó en una fragancia indistinta. Finalmente, el bosque de lo extraordinario se convirtió en un bosque de espejos: cada árbol reflejaba al otro en una infinita monotonía.
Un día, un árbol pequeño, que nunca había tratado de cambiarse, siguió creciendo silencioso. Cuando volvió a florecer, su sencillez atrajo a un ave errante que buscaba un lugar para descansar. La historia del árbol humilde comenzó a recorrer tierras lejanas, y con el tiempo, el bosque empezó a aprender lo que había olvidado: que no es necesario destacar para ser valioso; basta con ser auténtico.