En la ciudad de Argos, donde las palabras pesaban más que las espadas, se celebraba cada año el Duelo de Oradores. No había combates ni armas, solo dos contrincantes enfrentándose con argumentos ante una multitud silenciosa. El ganador obtenía influencia, respeto y, sobre todo, el derecho a que su verdad gobernara la ciudad.
Esa vez, los contendientes eran el célebre Drakon el Imponente, un maestro de la retórica cuya voz resonaba como un trueno, y Lysias el Callado, un joven filósofo que muchos consideraban demasiado frágil para el debate.
Drakon comenzó con la fuerza de un torrente:
—Las leyes deben ser inflexibles, pues el caos nace de la debilidad. La ciudad prospera bajo reglas firmes.
La multitud murmuró, impresionada. Lysias solo asintió y dijo:
—¿Y si una ley injusta se mantiene solo porque es firme?
Drakon frunció el ceño. No esperaba una respuesta tan simple. Pero no se dejó intimidar:
—La verdad es del más fuerte. Quien domina la palabra, domina la mente.
Lysias esperó un momento antes de responder:
—Entonces, ¿gana quien grita más fuerte?
Risas entre el público. Drakon endureció su postura.
—No es el volumen, sino la lógica la que da la victoria.
Lysias sonrió.
—Si es así, ¿por qué intentas vencerme en lugar de comprenderme?
Un silencio denso cayó sobre la plaza. Drakon sintió que su poder se desmoronaba. Por primera vez, entendió que la verdadera fuerza no estaba en las palabras que se lanzaban como espadas, sino en aquellas que abrían puertas.
Y esa noche, por primera vez, ganó el silencio.