En un pequeño poblado en el corazón de una densa selva, vivían dos comunidades: los Zambua, un pueblo de humanos, y los Karoot, una especie de simios de inteligencia comparable a la de los hombres, aunque con una peculiaridad: cada noche, al caer en un profundo sueño, los Karoot olvidaban todo lo que habían vivido durante el día. Era como si despertaran cada mañana siendo recién nacidos, con sus mentes en blanco, condenados a redescubrir el mundo una y otra vez.
Los Zambua, por el contrario, llevaban generaciones acumulando saberes. Sus ancianos relataban historias de cómo sus antepasados habían domado el río con diques, descubierto plantas medicinales y aprendido a evitar las bestias más peligrosas de la selva. Todo este conocimiento estaba registrado en símbolos tallados en piedra, que los jóvenes aprendían a leer para preservar la memoria de su pueblo.
Una noche, una terrible tormenta azotó la región. Las lluvias torrenciales inundaron el valle, destruyendo los diques que protegían el poblado de los Zambua y derribando los grandes árboles donde los Karoot construían sus refugios temporales. Al amanecer, mientras los humanos despertaban rodeados de ruinas, los Karoot despertaron ignorantes del desastre. No recordaban sus refugios destruidos ni entendían por qué estaban empapados y sin alimento. Para ellos, era solo otro día, otro comienzo desde cero.
Los Zambua, pese a la devastación, no estaban desorientados. Sabían que sus ancestros también habían enfrentado inundaciones. Consultaron las piedras grabadas, donde estaba registrado el diseño de un dique más resistente, y reunieron a su pueblo para reconstruirlo. También organizaron expediciones para buscar frutos y cazar animales, recordando cuáles eran seguros gracias a los relatos transmitidos por generaciones.
Mientras los Zambua trabajaban en equipo, los Karoot repetían los mismos errores de siempre. Intentaban construir refugios con ramas frágiles, que volvían a desplomarse con el viento. Olvidaban dónde habían escondido su comida y peleaban por los frutos que encontraban, incapaces de prever la escasez futura. Sus mentes, incapaces de conservar la experiencia del día anterior, los mantenían atrapados en un ciclo interminable de pruebas y fracasos.
Al cabo de unas semanas, el poblado Zambua resurgió. Sus diques nuevos resistieron las lluvias, y sus cosechas comenzaron a florecer de nuevo. Los Karoot, en cambio, seguían viviendo al día, sin comprender por qué no lograban prosperar. Observaban con curiosidad y una vaga sensación de asombro cómo los humanos habían transformado el caos en orden.
Un joven Zambua, llamado Neyru, sintió lástima por los Karoot. Decidió observarlos de cerca y descubrió su terrible secreto: el olvido que los condenaba. Neyru intentó enseñarles a construir refugios más sólidos, pero cada día tenía que comenzar desde cero, pues ellos olvidaban todo al caer la noche. Desesperado, Neyru dejó de insistir. Comprendió que lo que hacía especial a su pueblo no era solo la inteligencia, sino la capacidad de recordar y aprender del pasado.
Una noche, sentado junto al fuego, Neyru reflexionó: "La memoria no es solo un almacén de conocimientos; es nuestro puente entre lo que fuimos y lo que podemos ser. Sin ella, somos prisioneros de un eterno presente. Con ella, somos arquitectos de un futuro".
Desde entonces, cada vez que un joven Zambua se quejaba de las largas horas de aprendizaje de los símbolos o las historias de los ancianos, Neyru los llevaba a observar a los Karoot. "Míralos", les decía. "Así seríamos nosotros sin memoria. No olvides nunca el poder que poseemos: recordar no es solo vivir, es trascender".
Y así, generación tras generación, los Zambua prosperaron, mientras los Karoot siguieron habitando el mismo círculo eterno de olvido, ajenos al verdadero tesoro que hace del hombre algo más que un ser vivo: la memoria.