El último vagón

En una ciudad asfixiada por el caos, donde el tiempo y la realidad parecían fragmentarse, apareció un extraño anuncio: "Un tren partirá a la medianoche hacia la última estación segura. Solo hay espacio para algunos."

Durante horas, el bullicio creció como una marea oscura. Familias enteras abarrotaban la estación, mirándose con desconfianza, con miedo. En medio del tumulto, Mateo, un hombre de mediana edad, intentaba mantener a salvo a su hija. Observaba cómo otros empezaban a pelear, a empujar, a gritar. Los controles de acceso estaban rotos y pronto se desató la desesperación.

—¡Primero los niños! —gritó alguien—. ¡Dejen pasar a los enfermos!

Pero las palabras se perdían. El egoísmo comenzó a florecer como un veneno. Gente apartando a otros con violencia. Saqueos en las tiendas cercanas, pues si no se podía alcanzar la salvación, al menos quedaban unos últimos minutos para robar lo que el fin del mundo ya no necesitaba.

Mateo alcanzó el andén con su hija. La niña lloraba. Vio cómo un anciano caía al suelo y nadie se detenía a ayudarlo. Vio a otros que, aunque fuertes, se quedaban sentados, paralizados, resignados, derrotados. Nadie podía confiar en nadie. Cuando el tren finalmente entró a la estación, resonando como una bestia de acero, una masa informe de personas corrió hacia las puertas.

La locomotora nunca se detuvo. Pasó a toda velocidad y dejó atrás un eco de llanto y silencio. El tren, al parecer, había sido una prueba.

Mateo lo comprendió cuando, en los altavoces rotos, una voz fría y metálica dijo: —La humanidad ha fracasado.

Las luces de la estación se apagaron para siempre.