En un mundo donde las mentes humanas eran literalmente esponjas, las personas vivían inmersas en un océano infinito de experiencias. Cada gota de agua contenía fragmentos de conocimiento: un eco de risas infantiles, una ecuación matemática, el susurro de un poema o la textura áspera de una pérdida. Al principio, las esponjas simplemente absorbían. Cuanto más bebían del océano, más pesadas y sabias parecían, pero también más inmóviles, prisioneras de su propia acumulación.
Un día, una esponja joven y curiosa se percató de algo peculiar: cuando comprimía su cuerpo, el agua se escurría y volvía al océano, pero ahora transformada. Aquello que había absorbido regresaba como algo nuevo: historias tejidas con fragmentos de otras, ideas inéditas que parecían saltar a la superficie como burbujas.
La esponja empezó a moldear lo que absorbía. Pronto, el resto notó que aquellas gotas transformadas se convertían en arte, herramientas, incluso puentes que unían regiones antes inalcanzables del océano. Así, las esponjas dejaron de competir por absorber más agua y comenzaron a forjar lo que aprendían.
Con el tiempo, se alzaron ciudades flotantes hechas de conocimiento compartido, y el océano, que antes parecía un caos inmenso, se volvió un espejo del ingenio colectivo. Sin embargo, no todos podían moldear el agua por igual. Algunas esponjas, satisfechas con el acto de absorber, temían deformarse al exprimir su contenido. “Si pierdo lo que tengo, ¿qué quedará de mí?”, se preguntaban.
El joven moldeador respondió con serenidad: “Solo transformándonos encontramos lo que somos. Porque no somos solo esponjas; somos también las forjas”.