En una colina solitaria se alzaba una fortaleza imponente, construida no de piedra, sino de palabras, conceptos e ideas. Sus muros eran altos y firmes, impenetrables para cualquier mirada externa. En su interior vivía un hombre llamado Eneas, quien había dedicado años a levantar cada ladrillo de su conocimiento. "Todo lo que necesito está aquí dentro", solía decir, mientras recorría los pasillos de su mente amueblada con pensamientos que consideraba perfectos e inmutables.
Eneas se había aislado del mundo exterior, convencido de que ya no había nada nuevo que aprender. Los días transcurrían tranquilos, casi idénticos, mientras repasaba los mismos libros, reflexionaba sobre las mismas ideas y miraba las mismas estrellas desde la ventana más alta de su torre. Con el tiempo, comenzó a sentirse satisfecho. "He alcanzado la plenitud", se decía a sí mismo. Y en esa satisfacción, dejó de mirar hacia afuera.
Una noche, mientras dormía, un extraño sonido lo despertó. Era un golpeteo suave pero insistente contra los muros de su fortaleza. Eneas descendió hasta la puerta principal y, al abrirla, encontró a una joven de aspecto curioso y mirada vivaz. Llevaba un manto lleno de polvo, y en sus manos sostenía un pequeño espejo.
—¿Quién eres y qué haces aquí? —preguntó Eneas, con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
—Soy una viajera —respondió ella—. He oído hablar de esta fortaleza y de su dueño. Se dice que aquí dentro está el hombre más sabio, pero también el más solitario.
Eneas se cruzó de brazos.
—¿Qué necesitas? No busco compañía ni más conocimientos. Todo lo que importa ya lo sé.
La joven sonrió con suavidad y alzó el espejo hacia él.
—¿De verdad? Entonces mírate.
Eneas vaciló, pero finalmente aceptó el desafío. Cuando su reflejo apareció en el espejo, no vio al hombre confiado que esperaba encontrar. En su lugar, vio un rostro cansado, con ojos que, aunque orgullosos, parecían apagados. Lo rodeaban muros altos y un cielo gris, sin señales de vida más allá de su propia figura.
—Esto no es real —protestó, apartando la mirada.
—Es lo que sucede cuando uno cierra las puertas al mundo —dijo la joven—. Tu fortaleza no es un templo de sabiduría, sino una prisión de conformismo. Las ideas que una vez construiste te han atrapado.
Eneas sintió una punzada en el pecho. Por primera vez, dudó.
—¿Y qué sugieres que haga? —preguntó en voz baja.
—Abre las ventanas. Deja que el viento entre y te susurre historias que nunca has escuchado. Sal de estas paredes y contempla lo que no conoces. No te prometo que todo será fácil o comprensible, pero te prometo que estarás vivo.
Eneas miró los muros que había construido con tanto esmero. Parecían más altos y sombríos que nunca. Pero algo en sus cimientos empezaba a temblar. Al amanecer, con el espejo aún en la mano, Eneas dio un paso fuera de la fortaleza, dejando la puerta entreabierta. El aire fresco le llenó los pulmones, y por primera vez en mucho tiempo, sintió algo que había olvidado: la chispa de la curiosidad.