En el vacío más puro, la partícula aguardaba. No era un simple objeto, ni siquiera un ente sólido; era una vibración contenida en la posibilidad. Frente a ella, un observador ajustaba los controles, ansioso por desentrañar su secreto. ¿Se comportaría como onda o como partícula?
El experimento comenzaba. Un destello de luz atravesó el sistema, y en ese instante, la partícula dejó de ser todas las cosas para ser solo una. O eso creyeron. Mientras los datos llenaban la pantalla, el observador se
inclinó hacia el monitor, perplejo: en lugar de un resultado fijo, los números bailaban como un eco entre universos.
—¿Es aleatorio? —preguntó en voz alta, aunque no había nadie para responder.
En otro rincón del cosmos, un físico paralelo hizo la misma pregunta frente a los mismos datos. En ambos mundos, la partícula había elegido, pero no había sido libre. O tal vez sí.
La única certeza era que la respuesta dependía de quién mirara, y el universo, caprichoso, jamás contestaría.