El eco en la caverna de la mente

En un mundo donde el ruido lo inundaba todo, Eriel se había convertido en el maestro más renombrado del sonido. Era capaz de reproducir cualquier frecuencia, imitar cualquier vibración, incluso las más inaudibles para el oído humano. Sin embargo, algo lo atormentaba: jamás había experimentado el silencio. No lo comprendía, no lo había sentido. Para él, el silencio era un vacío insondable que desafiaba su existencia.

Obsesionado, construyó una cámara especial, un espacio sellado por múltiples capas de aislamiento que prometía el silencio absoluto. El día de la inauguración, Eriel se adentró en la cámara con la esperanza de finalmente comprender aquel concepto intangible.

Dentro, la ausencia de sonido era tan total que al principio sintió alivio, pero luego algo cambió. En la aparente calma, comenzó a escuchar cosas. Al principio, eran sus propios latidos, suaves como un tambor lejano. Después, el flujo de su sangre, un río bajo su piel. Pero pronto el silencio lo envolvió de una manera inesperada: se convirtió en un espejo infinito. Allí no había ausencia, sino la amplificación de cada pensamiento reprimido, cada miedo escondido, cada anhelo nunca confesado. El silencio no lo dejó solo; lo enfrentó consigo mismo.

Pasaron horas, quizá días. Cuando finalmente salió de la cámara, sus ojos mostraban una profundidad insondable. No habló, no necesitaba hacerlo. Había comprendido algo que no podía explicarse con palabras: el silencio no era la ausencia de algo, sino la presencia total. Todo estaba ahí, latente, esperando.

Eriel desmanteló la cámara y nunca más intentó recrear el silencio. Había aprendido que no era un espacio que se pudiera construir, sino un estado que debía habitarse.