El eterno cruce de sombras

En una ciudad donde los relojes estaban prohibidos, los habitantes vivían inmersos en un presente continuo. Las memorias del pasado y las expectativas del futuro coexistían como sombras danzantes alrededor de ellos, incapaces de ser atrapadas del todo. La única regla era clara: nadie podía preguntar por el tiempo, pues hacerlo significaba caer en la desesperación de lo incomprensible.

Nora, una joven con el hábito de observar las grietas en los muros, empezó a notar algo extraño. En su mente, los días parecían derramarse unos sobre otros, pero había un instante —siempre al atardecer— en el que los recuerdos del pasado parecían hablarle con una voz firme, mientras que las promesas del futuro le susurraban algo incierto. Era como si estuviera atrapada en un puente invisible entre dos abismos.

Intrigada, Nora buscó a Eron, un anciano vagabundo conocido por sus enigmas. Al hallarlo junto a un lago de aguas inmóviles, le preguntó: —¿Qué es el presente?

Eron sonrió, levantando una piedra del suelo y arrojándola al lago. —Es esto —dijo, mientras las ondas se extendían hacia el horizonte—. El instante en que la piedra toca el agua. Pero mira bien: las ondas que ves son el pasado y el futuro. El presente no existe sin ambos.

Confundida pero fascinada, Nora replicó: —Entonces, ¿vivimos en lo que ya pasó o en lo que está por venir?

Eron asintió lentamente. —Exacto. No hay presente sin el eco del pasado y el murmullo del futuro. Son como dos manos invisibles moldeando este instante. Y sin embargo, aquí estamos, entre las sombras de lo que fue y las luces de lo que será.

A partir de ese día, Nora comprendió que el presente era solo el espacio donde se abrazaban las memorias y los sueños, un cruce efímero que nunca podría sostenerse por completo. Y, sin embargo, era el único lugar donde la vida podía realmente sentirse viva.